Carlos II es la evidente imagen de la penosa decadencia a la que llegó España a finales de siglo XVII. Resultado de la herencia de décadas de enrevesados enlaces familiares (sin ir más lejos, su madre, Mariana de Austria, era sobrina de su padre, Felipe IV), el último Austria fue un enfermo desde el mismo momento de su nacimiento.
Respecto a su físico, el embajador de Francia no pudo ser más explícito al comunicar a Luis XIV que "asusta de feo". Hasta los seis años parece que fue incapaz de andar. Padeció de bronquios, sarampión, varicela, rubeola, viruela o ataques epilépticos.
El Príncipe, al parecer,
por endeble y patiblando,
es hijo de contrabando,
pues no se puede tener
Respecto al ejercicio de su capacidad -o incapacidad- intelectual, parece que solamente pudo comenzar a leer a los diez años -jamás pudo hacerlo correctamente- y que mostró un absoluto desinterés por el estudio.
El rey era un obseso de los dulces y, sobre todo, del chocolate. Prefería acudir a las cocinas para preparar postres que a los Consejos.
Al contrario que con el embajador francés, no conocemos exactamente la expresión de su futura mujer, María Luisa de Orleans, al ver el retrato real de Coello pero tampoco parece descabellado afirmar una mueca de rechazo -ni siquiera causó efecto positivo el marco de brillantes del cuadro- . Sin embargo, el rey estaba muy ilusionado con el enlace.
A pesar de la buena disposición de la nueva reina -nobleza obliga...-, su virginidad continuó intacta.
Parid bella flor de lis,
que en aflicción tan extraña,
si parís, parís a España
si no parís, a París
Carlos tampoco era un prodigio en la actividad carnal: genitales pequeños, impotencia, eyaculación precoz. Su matrimonio le hizo pasar casi hacia un estado de vejez en tan sólo diez años.
La reina murió -fue obligada a tomar brebajes para favorecer la fertilidad, cuando todos sabían que el problema estaba en su cónyuge- y pronto se trató de buscar una sustituta para dar al soberano la tan deseada descendencia. Se encontró una ideal candidata en la persona de Mariana de Neoburgo. Parecía que una mujer cuyos padres habían tenido veintitrés hijos podría ser la esperanza para una dinastía sin herederos. Desgraciadamente, tampoco hubo fortuna.
Entonces se produjo uno de los acontecimientos más vergonzosos de la Historia hispana: el hechizo.
Hemos señalado que Carlos II es la personificación de la decadencia de un país en quiebra total. Un reino dominado por la corrupción, por la intriga palaciega, por la envidia o por la superstición. Nada de esto tenía que ver con la ciencia alquímica que floreció en Europa. (En España la alquimia estaba prohibida, a pesar de los intereses del propio Felipe II y del arquitecto Herrera.)
Fue el propio monarca el que propuso su sometimiento a un triste proceso por el que, supuestamente, el mismo diablo desvelaría las causas del encantamiento del monarca. El Convento de las Caldas de Tineo fue el lugar elegido en el que Satanás reveló la curiosa causa del hechizo del monarca: había sido envenenado al tomar una taza de chocolate que contenía entrañas, sesos y riñón de un ajusticiado para privarle de facultades mentales y procreadoras.
Evidentemente, la consecuencia -ilógica- de este indefinible escarnio llevó a los doctores, consejeros, inquisidores y demás inquina de la corte (reina incluida), a recetar al rey una pócima que nuevamente empeoró su lamentable salud: no podía pasar más de una hora fuera de cama, se le hinchaban los pies, las piernas, el vientre, la cara y, hasta la lengua, lo que le impedía comer. Tras un largo período de penurias durante dos años el rey falleció -le fueron contabilizadas en muy pocos días más de doscientas deposiciones.
Concluía así un largo período decadente, que no podía acabar de otra manera que con un rey decadente, un rey de "tragedia de Shakespeare", como señaló Pere Gimferrerer en su prólogo al libro del Duque de Maura.