Se dispone uno a desayunar y en el ínterin transcurrido entre la explosión del vapor de la cafetera y la introducción de la magdalena en el café descubre que la ciudadanía ha adquirido un nuevo derecho: el de ver por la tele a los políticos hablando en los bares cutres. Es lo que he leído en Twitter a un tipo que, al parecer, compara lo que vimos ayer en el programa de Jordi Evolé con la educación o con la sanidad pública. Yo, que hasta preferí ver a Bustamante y a Calleja en Noruega, y que cuando puse lo de Iglesias versus Rivera no aguanté más de quince minutos, ahora me siento fatal. Sobre todo, porque me parece grotesco que se traslade la política a un bar cutre. Y no por el hecho de ensuciar la política en un bar cutre, sino, por supuesto, por el hecho de ensuciar los bares cutres con algo como la política. Los bares, esos lugares tan gratos para conversar, como decía Jaime Urrutia, han sido hasta ahora un oasis. En los bares cutres hemos sido tan felices que sólo faltaba que vinieran ciertos políticos con su café con leche de atrezzo a debatir y nos impidiesen tomarnos las mahous tranquilos. En resumidas cuentas, se trata de que cada uno se dedique a lo suyo: que los políticos se dejen de tanta tele y de tanto bar y se dediquen a la política (que no se hace ni en la tele ni en los bares), y que los bares se dediquen a todo menos a la política, es decir, a nosotros. 

Foto: Wikimedia Commons

Aunque suelo ser un tipo bastante puntual, una de las constantes de mi vida ha sido no llegar a determinados lugares cuando tendría que haber llegado (y es que no me estoy refiriendo a una cuestión estrictamente temporal). Hace algunos meses jugó el Real Madrid en Turín. Fue un martes del mes de noviembre, pero yo llegué un miércoles. No hubiera sido tan complicado adelantar un día el viaje, pero no lo hice. Durante el trayecto leí sobre fútbol y sobre Turín, leí a Pavese y a Enric González, a quienes nunca había leído. Quizás también los leí tarde, también a destiempo, porque vivir y leer a destiempo –si son cosas distintas– forman parte de mi destino. 
Turín está llena de barroco pero ninguno es bastante barroco, dice un personaje de Pavese, y esa Turín que retrata Pavese se aproxima a la que uno puede adivinar sin ser turinés. Paseando por sus grandes avenidas se intuyen esos característicos patios hacia los que la burguesía orientaba su vida, ya que Turín da la sensación de ser una ciudad de interiores. Tal vez porque en esos interiores uno está a resguardo de la niebla. 
Turín es la ciudad de Guarini y de Juvarra, aunque yo me quedé sin ver las cúpulas de Guarini, que son tan barrocas que parecen hispanoislámicas –recordamos que Turín está llena de barroco, pero ninguno es bastante barroco–. La cúpula que pude ver, en cambio, fue la de Superga de Juvarra, aunque por culpa de la niebla no pude ver la ciudad desde la colina. Algunos Saboya, en cambio, sí que pudieron ver la ciudad desde la colina, aunque asediada por españoles y franceses, y por eso prometieron elevar la basílica en el caso de victoria. Ésta tiene algo de Miguel Ángel en San Pedro y del Panteón, que es donde luego enterrarían al Saboya más ilustre, Víctor Manuel II, que tiene a casi todos sus antepasados enterrados en Superga. 
 Aunque leí tarde a Enric González, fue lo suficientemente pronto como para llegar al capítulo de la tragedia del Torino, del que yo había escuchado o leído algo, pero con la suficiente lejanía como para no comprenderlo en su magnitud. Un avión se estrella contra la colina de Superga, donde fallecen casi todos los jugadores del equipo más destacado del momento. La gente les continúa llevando bufandas y flores y uno no puede hacer otra cosa que convertirse a ese club. Cuando un par de días más tarde visité la tienda de la Juventus, sentí unas irrefrenables ganas de comprarme una camiseta de Pirlo, pero me acabé resistiendo. Siendo sincero debería admitir que fue por esa inherente resistencia mía a comprar, pero también quiero pensar que fue un poco por haberme convertido al Torino.
Turín está lleno de barroco, pero ninguno es lo suficiente barroco, por lo que si mezclásemos a Borromini con el mudéjar, probablemente nos saldría algo parecido a lo que hace Guarino Guarini en el Palacio Carignano. Éste se encuentra junto a la Academia de las Ciencias, también de Guarini –aunque menos mudéjar y menos de Borromini– y que actualmente alberga el mejor conjunto artístico de la ciudad. Enric González escribió que la primera pieza de la colección egipcia de los Saboya fue la estatua de Ramsés II que llegó a Turín en 1759. En realidad la primera pieza de la colección egipcia fue la Tabla Isiaca –una pieza romana egiptizada–, que llegó en 1630 bajo el reinado de Carlos Manuel I (pieza de la que, por cierto, existe una excepcional tesis doctoral realizada por Amparo Arroyo de la Fuente). La estatua sobrecoge por sí misma pero también por la escenografía desarrollada a su alrededor, que es de lo que escribía Enric González en su artículo. 
 No recuerdo que Enric González utilizara ese artículo en sus Historias del Calcio, aunque hubiera podido comparar sin problemas a Pirlo con Ramsés II. Tampoco recuerdo que Pavese hablara del museo, pero sí recuerdo que nada más regresar a León comencé a escribir un relato sobre Turín, en el que un trabajador del Estadio Olímpico, tras múltiples carambolas, acababa siendo acusado del robo de una pieza del museo. Parte de la rocambolesca historia se desarrollaba en el propio museo, pero también en otros espacios de la ciudad, como la vía Po que retrataba Pavese o la colina de Superga. Por aquel relato también desfilaban, además de aquel trabajador del Estadio Olímpico, Pirlo o algún Saboya, que terminaban por verse envueltos en una surrealista trama. Como es de suponer, el relato se quedó a medias, pero no hizo otra cosa que avivar mi interés por esa ciudad; una ciudad a la que llegué a destiempo, pero a la que, por fortuna, llegué.



Hace tiempo busqué Misent en Google, pero no existía; hoy hice lo mismo con Olba, con idéntico resultado. Ahora, sin embargo, estoy convencido de que Misent y Olba son los lugares más reales de Levante y de toda España, esos lugares donde primero se hicieron ricos los protagonistas de Crematorio y después se hicieron pobres los de En la orilla, que es lo que le ha pasado a este país. 
Uno antes iba a Benidorm, a Cullera o a Misent como quien iba a un parque de atracciones donde todo era felicidad, paellas y una línea de edificios que cada año se prolongaba más. Ahora esos edificios a medio construir dibujan el panorama desolador de la crisis; incluso hasta las paellas saben peor. Tanto es así que, si yo tuviera que explicar a un extranjero lo que le ha ocurrido a España en los últimos años, le diría que leyese esta novela antes que algún periódico. Y mejor hacerlo cuando hubiera pasado la vorágine estival, ya en el invierno de sus civilizados países, para poder asimilar con el sosiego adecuado la áspera prosa de Chirbes, que tiene algo del cemento de los edificios a medio construir y de las lijas de la carpintería del protagonista. 
Como nos hemos convertido en seres impacientes, nos puede parecer que Chirbes se anda por las ramas. Pero con Chirbes hay que demorarse, que es lo que decía Gadamer que tenemos que aprender a hacer para que la experiencia artística sea más enriquecedora. En una sociedad veloz, de fast food, de fast art también, da la sensación de que el consumo artístico sustituye a su disfrute. Ya no se escucha el vinilo hasta que se raya, ni se releen los libros de las estanterías hasta saberlos casi de memoria; ahora todo es tan cercano ––legal o ilegalmente cercano–– que la gente casi se olvida de disfrutar. Un triste disfrute, en este caso. 
La primera línea de playa ya no es el paisaje principal, ahora Chirbes se recrea en la calma cenagosa del marjal, geografía que termina por engullir todo. El marjal es el espacio ideal para situar los aparentes excursus de Chirbes, que son, en realidad, breves ensayos que abordan desde el tratamiento de los sucesos en la tele a la España del pelotazo, pasando por las relaciones sentimentales y sus intereses. Incluso a veces da la sensación de que nos encontramos ante poco más que una tormenta de ideas, ante idas y venidas del pasado al presente ––resueltas con magistral sencillez––, ante pinceladas superpuestas. Lo cierto es que así son a menudo nuestras conversaciones y nuestros pensamientos, que no son muy lejanos a los que poseen los protagonistas mientras juegan la partida en el bar de Olba. Esas digresiones no son otra cosa que la novela en sí, ya que no existe una trama al uso sino un conjunto de personajes que construyen la narración. Pero no es una novela coral, pues todas las voces de En la orilla son más o menos equilibradas por la voz principal, recurso realista donde los haya, porque así es nuestra vida. Quizás sea éste el motivo por el cual En la orilla resulte tan asombrosamente creíble, porque la vida trata de lo ordinario, y lo extraordinario sólo sucede cuando decimos que la realidad supera a la ficción. Pero nada hay de ficción en la narrativa de Chirbes, ni siquiera Misent, ni siquiera Olba.



Si a alguien que le gusta el fútbol le preguntamos por la grada más impresionante del mundo es probable que su respuesta sea la del Borussia Dortmund (y si no, que lo hagan con los aficionados del Real Madrid). Y si a alguien que le gusta fotografía le preguntamos por el fotógrafo más impresionante del mundo es probable que su respuesta sea Gursky (bueno, en realidad, no es tan probable como lo otro). 
Gursky es un artista alemán que suele abordar en su obra aglomeraciones humanas o repeticiones de figuras (como curiosidad también diremos que es el fotógrafo más cotizado del mundo). Todo encaja, pues, e inevitablamente, había que disfrutar con la foto de esta grada amarilla. Dice Salvador Nadales que las imágenes de Gursky "ponen de relieve los signos y lugares emblemáticos de la contemporaneidad". El fútbol y sus estadios son, en efecto, algunos de ellos. El propio Ortega ya reflexiona sobre estos espacios donde el hombre deja de ser importante frente a la masa y Gursky siempre retrata lo totalizador frente a lo individual y donde lo global aparece por encima del detalle. Reconocemos estos espacios porque formamos parte de ellos en muchas ocasiones. Uno sale a la calle e, inexplicablemente, acaba por pasar la tarde en uno de esos asépticos centros comerciales abarrotados (yo hace años que no piso uno, pero mañana mismo puedo acabar ahí como por arte de magia). 
La grada sur del Westfalenstadion, ahora llamado Signal Iduana Park, que alberga a 25.000 aficionados de pie, es la mayor de este tipo en toda Europa. Da la sensación de que en cualquier momento se va a venir abajo y produce cierta asfixia a todo aquel que la ve. Como generalmente sucede en su obra, esta fotografía de Gursky resulta tan agobiante como atractiva, dotando a la imagen de tal plasticidad que pudiera recordar a Pollock (por cierto, hoy, 28 de enero, sería el cumpleaños de Pollock). El ser humano -o las bufandas y banderas que porta- se ha convertido en una pequeña gota de color amarillo, repetida hasta la saciedad. En realidad, al igual que si fotografiara el centro comercial, Gursky logra que nosotros también estamos en esa grada, animando a grito pelado al Borussia, formando parte del ecosistema posmoderno donde el fútbol ocupa un lugar destacado. Cualquier persona ha visto en los periódicos o en la televisión cientos de imágenes de gradas abarrotadas de estadios. Lo que ha conseguido Gursky, sin embargo, es introducirlas en un discurso fotográfico coherente. 




A lo desconocido uno siempre se enfrenta con ciertas reservas y, cuando alcanza lo inhóspito, debe tomar las precauciones necesarias. Por este motivo, nada hay más peligroso que lo limítrofe, pues es en la frontera donde reinan las amenazas. 
Una vez dicho esto, podría parecer descabellada la idea de unir a Ghirlandaio con Hergé, pero nada más lejos de una realidad cuyo resultado es el que tenemos ante nosotros: una atmósfera entre lo real y lo onírico que provoca una sensación inquietante. Si se pudiera fusionar el Renacimiento con un cómic, o una ilustración infantil con el Surrealismo, seguramente nos saldría un López Herrera. 
En su particular universo los personajes de este pintor aparecen provistos de una gran carga enigmática, a veces a medio camino entre lo caricaturesco y lo irónico, otras entre lo reflexivo y lo amable. En algunas ocasiones estos individuos habitan espacios tan atractivos para la narración como una estación de tren o un faro, tamizados por tonalidades apagadas que refuerzan el halo misterioso de la obra. De vez en cuando estos seres conviven con un personalísimo catálogo de objetos. Sobresalen, en este sentido, una serie de originales tablas que nos trasladan a la niñez, donde el asunto tratado desborda -pleno de imaginación- el marco espacial previamente fijado, como si se tratara de una metáfora de la infancia (y de los primeros dibujos de la infancia).
Quizás pudiéramos creer que tanta heterogeneidad en las fuentes nos conducirían a un inconexo batiburrillo formal. Sin embargo, existe una coherente unidad estética donde un reconocible y delicado dibujo predomina sobre el color. Lo más probable sea que el complejo mundo de López Herrera se trate simplemente de la extrapolación de nuestro complejo mundo, un mundo limítrofe y fronterizo donde cada día dialogan Giovanna Tornabuoni y Tintín (a veces hasta con Picasso). 

Foto: Lada Niva, templete e iglesia en Fuentes de Peñacorada, León (aunque bien pudiera ser la imagen de otro pueblo de la zona y el Lada Niva bien pudiera ser, por ejemplo, de color blanco).

La orquesta toca
La gente baila
Yo bebo vino en la barra
La guerra estalla

Tú apenas lloras
No sé si bailas
Yo bebo vino en la barra
La guerra estalla




Comparar siempre es un ejercicio arriesgado, aunque en nuestras vida siempre estemos comparando. Comparamos comidas, mujeres, coches, ciudades o equipos de fútbol. En este sentido, el paragone trataba de dilucidar cuál de las bellas artes era más importante. Quizás sea algo tan absurdo como inevitable en el ser humano. 
Para Stefan Zweig no hay comparación posible entre la complejidad del viaje de Magallanes y el de Colón: el marino portugués vence al italiano. El escritor lo justifica cuantitativamente mediante las travesías por el Atlántico y el Pacífico. Colón navega por aguas desconocidas durante cinco semanas; Magallanes lo hace más de cien días. 
La acumulación de nimiedades a veces nos hace grandes. Y la minuciosidad en la narración de todos los detalles de esta epopeya por parte del escritor suizo engrandece aún más la gesta. A fin de cuentas el objetivo de estos viajes no era otro que conseguir algo tan teóricamente insignificante como unas semillas o cortezas. Pero así somos los occidentales, que lo queremos todo, causando avances y conflictos. Magallanes ansía algo no exclusivamente occidental pero sí muy propio de su época: la gloria. En efecto, el nuevo antropocentrismo dominante en aquellos años alimenta esa búsqueda de la virtus, convertida en el leitmotiv de muchos personajes. Así lo plasma Maquiavelo en El Príncipe y así sucumben a ella tipos tan distintos, en teoría, como los artistas del Renacimiento o los aventureros americanos. Magallanes quiere ocupar un lugar destacado entre los grandes hombres de su tiempo; es más, quizá hasta le interesa la gloria por encima de la riqueza, quizá hasta prefiera lo espiritual a lo material. El portugués quiere brillar junto a Vasco da Gama y a Colón, y no escatimará nada para lograrlo. De este modo, cuando encuentra tras tantas agonías su objetivo, el paso, no vacila en avanzar hacia las Molucas en vez de regresar a España para comunicar la buena nueva al Emperador. No duda en aventurarse hacia lo desconocido en vez de volver con una flota más potente (y con fortuna asegurada). No, Magallanes no busca la seguridad, Magallanes busca la temeraria gloria inmortal por encima de la riqueza de los humanos. 
Sin embargo, la de Magallanes es una gloria a medias. Suele ocurrir. Tras haber sorteado todos los peligros posibles —frío, hambre, escorbuto o motines— no verá recompensada del todo su hazaña. La fama la tendrá que compartir con Elcano y el chovinismo español ensalzará a éste a su costa. Al genovés Colón le hicimos nuestro porque dársela a los Pinzón o a Rodrigo de Triana se hubiera notado demasiado, pero existiendo entonces un Elcano, ¿para qué necesitábamos un portugués?



Existirán pocas cosas más bellas en la vida que contemplar la lluvia de estrellas durante una noche de agosto. Yo recuerdo especialmente la de hace algunos años -muchos ya- pero ésa es otra historia, otro relato, incluso otra vida. Y, en efecto, el relato de toda una vida durante una noche es lo que nos cuenta Julio Lamazares en Las lágrimas de San Lorenzo.
El leonés regresa por la puerta grande a esa senda melancólica -todo leonés es por naturaleza un ser melancólico- que magistralmente recreó en La lluvia amarilla. Y es que creo que estamos ante el mejor Julio Llamazares desde entonces. Si aquel anciano de Ainelle era un tipo aferrado a su terruño, ahora nos encontramos con un padre que ha deambulado por toda Europa sin echar raíces en ningún lugar. Pero en ambos casos, en apariencia tan lejanos, se habla de lo mismo: el tiempo (tema recurrente de su obra, por otra parte. Todo es tan lento como el pasar de un buey sobre la nieve, dice en su primer poemario).
En estos días de ficciones dominadas por estilos descafeinados y asépticos, de tramas enrevesadamente absurdas (sí, sigo traumatizado por La verdad sobre el caso Harry Quebert) , se agradece el reencuentro con el escritor nacido en Vegamián, un oasis para disfrutar del ritmo sosegado y profundo, de la acción domada por la memoria.  En definitiva, lo que se agradece es el reencuentro con la literatura en estado puro. Literatura de la que uno siente parte cuando va a Olleros de Sabero tras leer Escenas de cine mudo o a Vegas del Condado -así lo ha reconocido el autor- tras leer este maravilloso libro.



La imagen más vista en las playas españolas este verano ha sido la de alguien sosteniendo un ejemplar de La verdad sobre el caso Harry Quebert (o un Kindle) en las manos. En efecto, éste es un libro para la playa, para cuando uno lee porque no tiene otra cosa mejor que hacer que ver pasar el tiempo y escuchar de fondo las olas del mar. Y es que este libro, como los veranos, tiene sus momentos tediosos y apasionantes, sus luces y sus sombras.  No dudo de la inteligencia del autor al utilizar ingredientes siempre efectivos como el romanticismo y el crimen para elaborar este metaliterario relato que, sin embargo, está lleno de altibajos. La complejidad estructural -uso de varios planos temporales, uso de varios planos narrativos- contrasta, por ejemplo, con lo inverosímil de la resolución de la trama por un joven escritor, capaz de ridiculizar a la policía. Además, el lento proceso del hallazgo de los culpables, plagado de giros (algunos tan desconcertantes como brillantes), acaba por ser cansino, resultando la extensión del libro desmesurada para lo que se puede contar sin ser capaz de aburrir, por momentos, al lector.  El verano llegaba a su fin pero el libro aún se resistía. Los referentes de Twin Peaks y de Hopper eran meros convencionalismos, y yo me preguntaba cómo alguien medianamente cuerdo había osado a comparar esta novela con Nabokov, con Roth (incluso con Larsson). Al fin lo terminé, cansado de un libro que no es más que un entretenimiento, cansado de un verano en el que esta novela quizás ha pagado los platos rotos.


















Fdez Hurtado llevó a Bernesga una propuesta arriesgada (mucho más arriesgada aún si tenemos en cuenta los tiempos que corren). Visto el dominio que este pintor segoviano posee de aspectos tan cruciales como la perspectiva y la captación del objeto, le resultaría mucho más sencillo transitar por esos lugares más comunes del paisaje urbano o del bodegón tradicional. Sin embargo, da la impresión de que un pasado como ciclista deja una huella indeleble en todo individuo, una suerte de cicatriz que recuerda el esfuerzo y la tenacidad, y todo ello se evidencia en esta muestra. No puede ser otra cosa que el reto de la dificultad y de la honestidad lo que hace preferible trasladar a la tabla una, a priori, miserable colilla a una lustrosa manzana. En esa necesidad del riesgo Fdez Hurtado transgrede las jerarquías tradicionales, esas absurdas jerarquías que aún están presentes –quizás más presentes que nunca— en la mentalidad de muchos artistas. Son, en efecto, los objetos cotidianos del estudio del pintor los protagonistas de los cuadros, objetos a menudo invisibles que se hacen visibles en un espacio que da coherencia y unidad temática a la exposición, cuyo conjunto también se homogeneiza formalmente bajo las tonalidades blancas (siempre complejas de dominar debido a los efectos de la luz).

Todo aquel que visitó la muestra pudo tratar de componer las partes del estudio del pintor, construyendo un relato culminado en un todo velazqueño del siglo veintiuno, donde la musculatura miguelangelesca de los personajes de La fragua de Vulcano se transformó en la cotidianidad de la gordura de nuestros días y la fragua ahora es un futbolín. En la fragua –no se tiene que olvidar que fue pintado en Italia— se abordó la mitología cuando el devenir del diecisiete imponía la religión. Velázquez se salió del sendero tradicional del Barroco hispano y tuvo siempre en mente dignificar su profesión; Fdez Hurtado es uno de esos pintores que, siguiendo la estela de los maestros, se salen del sendero y dignifican la profesión.

(La foto es una captura de pantalla de este vídeo de la tele de Castilla y León)




















(Foto: febrero 2010)

Era el invierno
Era la confirmación
De que no querías verme 

Eran los dioses
Era lo que no se podía explicar
No amanece en la ciudad

Todo lo que pasado resucita en nuestra miseria
En las nubes de León todo se perderá


















Hoy viajaré de nuevo en El Tren. Mi tren. El tren que me hace sentir lo que ningún otro tren. El tren sobre el que escribí hace algún tiempo:
 Un tren. Un viaje. Infinitas historias





















No debería uno contar nunca nada. Así comienza esta novela que apenas cuenta nada pero que cuenta mucho porque lo que importa simplemente es contar. Quizás la literatura más elevada sea aquélla que cuenta por contar, donde el tema es mera excusa. Ocurre algo similar con la pintura; el Impresionismo ya nos dijo que el tema era secundario, que lo importante era lo estrictamente estético. En este sentido, lo que realmente me gusta es el estilo de Marías, su pincelada, como lo que realmente nos gusta en los impresionistas es su pincelada. Me gusta que se salga del sendero y que parezca que se va a perder en el bosque pero que recupere el hilo con una naturalidad pasmosa. Y se sale del sendero narrativo tanto en lo temático como en lo formal, hasta el punto de desmarcarse de la narración cuando coteja las propias frases con el inglés, en inusual ejercicio académico en medio de la ficción. Supongo que todo esto que tanto me gusta -tan heterodoxo, a fin de cuentas- sea lo que muchas personas tanto aborrecen. Por eso recomiendo dosificarse cuando uno lee a Marías (y más en esta novela, que no parece la más adecuada para iniciarse en su obra), pues no puede uno esperar que ocurra algo trascendental en cada página.
En efecto, es la inherente necesidad humana de contar a la que se refiere el espía Wheeler la que articula la novela, y contar, en el fondo, es lo que hacen los espías, aunque aquí apenas se cuente ni se hable de espías en lo que se supone es una novela de espías. Pero poco importa. Apenas hay otra cosa que una charla entre el citado Wheeler y el narrador, Jacobo o Jaime o James o Jack o Santiago Deza; apenas se abordan más que referencias fragmentarias a Oxford o al universo académico; apenas se conoce algo de la vida privada del protagonista que no sea la ruptura con su mujer. En definitiva, apenas se cuenta algo más que lo -en apariencia- anecdótico, que se convierte en fundamental, con el resultado final de un conjunto denso pero coherente y fascinante, un conjunto significativo de la obra de Marías.




Ahora también salgo en un podcast, donde comparto tertulia futbolera sobre el Real Madrid con gente muy buena. Al final de la página se encuentra el gadget de La Décima. También hemos montado una web, lo que implica que escriba menos aquí.





















La vinculación entre turismo y cultura es íntima. El hecho de viajar, cuando no fue provocado por necesidad (exilio, huida, guerra, búsqueda de mejores condiciones), tuvo a lo largo de la historia una motivación intrínsecamente cultural: curiosidad y deseo de conocimiento de otras culturas, aprendizaje, interés científico, estudio. El viaje de peregrinación, por ejemplo, también se puede inscribir en este ámbito. El peregrino se desplaza por un motivo religioso o espiritual (íntimamente relacionado con ese sentido de cultivo, avance personal, que es kultur, en su etimología alemana). La Meca, Jerusalén, Roma o Santiago se convierten en grandes centros receptores de individuos que viajan. Evidentemente, aún no se puede hablar de turismo, ya que éste se trata de un fenómeno posterior, pero la raíz y el espíritu de lo que denominamos turismo cultural se encuentra en esa tipología viaje. 
También fue muy común el viaje del artista para comprender y estudiar otras culturas, sobre todo con destino a Italia. Son fundamentales para la Historia del Arte, por ejemplo, los dos viajes que Velázquez realiza a Italia (aunque el estrictamente cultural sea el primero, aconsejado por Rubens). Ese viaje de búsqueda intelectual puede ser considerado el antecedente del que la aristocracia europea realizará bajo el nombre del Grand Tour: se trata de un recorrido, eminentemente cultural, muy común durante los siglos XVII o XVIII por Francia e Italia, especialmente.  
Posteriormente, el Romanticismo sentirá predilección por conocer los lugares exóticos y las ruinas del mundo antiguo y medieval. Intelectuales como Byron o Mérimée son buena muestra de ello, desplazándose a espacios que consideraban pintorescos, alejados de los centros culturales de la época. España, sin ir más lejos será uno de esos sitios que cautivará a muchos por su peculiar mezcla de pasado islámico y cristiano, su picaresca, sus mujeres raciales o sus bandoleros.
Sin embargo, no se puede hablar de turismo hasta la aparición de viajes multitudinarios organizados con un fin lucrativo. Efectivamente, es el inglés Thomas Cook el primer empresario del Turismo cuando en 1841 organiza un viaje para 500 personas a Leicester con motivo de un Congreso Antialcohol. La aparición en esos años de este tipo de viaje -ya consensuado por muchos especialistas como el inicio del turismo, debido a su vocación comercial y de masa-, no es casual. En efecto, el contexto de la Revolución Industrial es fundamental para comprender este fenómeno: mejora de transportes, trabajos asalariados, valoración del ocio.






















Portugal también es mi tierra. No me siento distinto de un portugués, que es un leonés también. Me gustaría, como a Torga y a Unamuno, una Unión Ibérica, una utópica unión, quizás tan utópica como esa Iberia de piedra que navega a través del Atlántico en la fábula de Saramago. Mendizábal también pensó en esa unión bajo el cetro de Don Pedro. A fin de cuentas estamos hablando de un Emperador, del hijo de un rey portugués y de una hermana del monarca español. En El imperio eres tú se mezcla la vida de Pedro I, que es la historia brasileña -y que, a su vez, también es la historia portuguesa-, con la vida de sus mujeres. Porque Don Pedro era una mezcla de Napoleón con Don Juan. Un orgulloso emperador y un pendón irredento retratado en esta novela que tiene todos los ingredientes para ser lo que es: una gran novela. Quizás todo se reduzca a algo más simple: alguien nacido en una habitación decorada con escenas de El Quijote no puede sino acabar convertido en el protagonista de una fascinante vida novelesca.