Hace tiempo busqué Misent en Google, pero no existía; hoy hice lo mismo con Olba, con idéntico resultado. Ahora, sin embargo, estoy convencido de que Misent y Olba son los lugares más reales de Levante y de toda España, esos lugares donde primero se hicieron ricos los protagonistas de Crematorio y después se hicieron pobres los de En la orilla, que es lo que le ha pasado a este país. 
Uno antes iba a Benidorm, a Cullera o a Misent como quien iba a un parque de atracciones donde todo era felicidad, paellas y una línea de edificios que cada año se prolongaba más. Ahora esos edificios a medio construir dibujan el panorama desolador de la crisis; incluso hasta las paellas saben peor. Tanto es así que, si yo tuviera que explicar a un extranjero lo que le ha ocurrido a España en los últimos años, le diría que leyese esta novela antes que algún periódico. Y mejor hacerlo cuando hubiera pasado la vorágine estival, ya en el invierno de sus civilizados países, para poder asimilar con el sosiego adecuado la áspera prosa de Chirbes, que tiene algo del cemento de los edificios a medio construir y de las lijas de la carpintería del protagonista. 
Como nos hemos convertido en seres impacientes, nos puede parecer que Chirbes se anda por las ramas. Pero con Chirbes hay que demorarse, que es lo que decía Gadamer que tenemos que aprender a hacer para que la experiencia artística sea más enriquecedora. En una sociedad veloz, de fast food, de fast art también, da la sensación de que el consumo artístico sustituye a su disfrute. Ya no se escucha el vinilo hasta que se raya, ni se releen los libros de las estanterías hasta saberlos casi de memoria; ahora todo es tan cercano ––legal o ilegalmente cercano–– que la gente casi se olvida de disfrutar. Un triste disfrute, en este caso. 
La primera línea de playa ya no es el paisaje principal, ahora Chirbes se recrea en la calma cenagosa del marjal, geografía que termina por engullir todo. El marjal es el espacio ideal para situar los aparentes excursus de Chirbes, que son, en realidad, breves ensayos que abordan desde el tratamiento de los sucesos en la tele a la España del pelotazo, pasando por las relaciones sentimentales y sus intereses. Incluso a veces da la sensación de que nos encontramos ante poco más que una tormenta de ideas, ante idas y venidas del pasado al presente ––resueltas con magistral sencillez––, ante pinceladas superpuestas. Lo cierto es que así son a menudo nuestras conversaciones y nuestros pensamientos, que no son muy lejanos a los que poseen los protagonistas mientras juegan la partida en el bar de Olba. Esas digresiones no son otra cosa que la novela en sí, ya que no existe una trama al uso sino un conjunto de personajes que construyen la narración. Pero no es una novela coral, pues todas las voces de En la orilla son más o menos equilibradas por la voz principal, recurso realista donde los haya, porque así es nuestra vida. Quizás sea éste el motivo por el cual En la orilla resulte tan asombrosamente creíble, porque la vida trata de lo ordinario, y lo extraordinario sólo sucede cuando decimos que la realidad supera a la ficción. Pero nada hay de ficción en la narrativa de Chirbes, ni siquiera Misent, ni siquiera Olba.