Vivimos en una tierra sin memoria pero las personas como Arturo Pérez-Reverte aun nos hacen albergar un hálito de esperanza. Porque Reverte no hace esa novela histórica tan de moda y tan estereotipada, lo que Reverte realiza, es al mismo tiempo novela e historia, como Galdós. Qué duda cabe que está en lo alto del escalafón pero siempre ha sido un tipo valiente, sin complejos, con un par.
En esta obra de encargo para conmemorar la famosa batalla contra los ingleses, Reverte llega a la culminación de su narrativa. Creo que pocas veces pueden lograr combinarse tantas cosas con tanta precisión. El autor logra integrar de manera casi increíble el complejo léxico técnico de la navegación con expresiones populares, extranjerismos y onomatopeyas creando un lenguaje propio y reconocible. El mérito está en que jamás se pierde la agilidad narrativa y en todo momento nos sentimos a bordo de ese ya mítico Antilla.
Villeneuve siempre pasará a la historia como el torpe comandante que no se atrevió a cumplir el plan napoleónico de invadir Inglaterra por lo que, de rebote, acabó en Cádiz. El mezquino Godoy, siempre fiel al papá francés, dijo que sí a la lucha contra los ingleses en Cádiz, una batalla perdida de antemano, con una tropa inexperta reclutada a la fuerza como ese memorable barbateño Marrajo. El resto es historia. ¿O novela?

La reciente inauguración de la ampliación Moneo del Museo del Prado permite recuperar la pintura española del siglo XIX y, particularmente, el subgénero de la Pintura de Historia. Cuadros como Juana la loca, Los amantes de Teruel o La rendición de Bailén permanecían arrinconados por falta de espacio y de voluntad expositiva.
Carlos Reyero considera los cuadros de ese género -la mayoría realizados sólo en treinta años- en el contexto de la construcción de una identidad nacional española.
El cuadro que representa El fusilamiento de Torrijos es un icono de la libertad en España. Fue encargado por el liberal Sagasta bajo la regencia de María Cristina. Pedro de Madrazo afirma que los personajes del cuadro representan mejor que Goya la heroicidad y dignidad de los españoles porque los pinta con nombres y apellidos, no refugiados en el anonimato ni en la aparente indigencia -la frase literal es feos e innobles pillastres sacado de la hez del vecindario madrileño.
José María de Torrijos fue un general liberal encarcelado al apoyar el pronunciamiento de Lacy. Tras el breve intervalo del trienio liberal tendrá que exiliarse a Inglaterra (donde se integra en el romántico colectivo de Apóstoles de Cambridge) hasta 1830 cuando llega a Gibraltar, donde prepara su llegada a España pero su plan será descubierto. Fernando VII ordena la ejecución de Torrijos y de cincuenta y dos compañeros. Que los fusilen a todos, dijo el rey.
Ahora El Prado inaugura nuevos espacios y Sus Majestades son ubicados para la foto de rigor ante el cuadro de Gisbert, en que el antepasado felón de nuestro monarca ejecuta a Torrijos. ¿Casualidad, despiste, intencionalidad?

Un historiador militar, un hombre obsesionado por la guerra, un tipo con aires de grandeza, un estratega excepcional, un valiente, un temerario, un maleducado, un gurú, un defenestrado, etc. Todo eso es Patton, amado y odiado al mismo tiempo.
El monólogo que inicia la película es magistral y define mejor que nadie al tipo que vamos a observar durante un par de horas delante de nuestros ojos.
¿Montgomery o Patton, he ahí la cuestión? En la guerra no nos queda ninguna duda: Patton.
Lo de Monty en El Alamein no fue una cosa tan anormal ante un ejército -el de Rommel- sin combustible. Al inglés no le quedaba otra que desgastar al contrario y no hacer movimientos osados porque sabía que El Zorro era infinitamente mejor estratega que él.
Patton se le adelantó en Sicilia (mientras el inglés se atascaba) e hizo literalmente lo imposible en Bastogne.
La película fue realizada cuando los estadounidenses perdían Vietnam y necesitaban héroes. Patton, con sus virtudes y defectos (que de paso moralizan), lo era. Y la excepcional interpretación de Scott, secundado por Karl Maden como el moderado general Bradley, más el correcto guión de un joven Coppola, contribuyeron al éxito de un filme rodado en exteriores españoles donde Aranjuez, por ejemplo, era Córcega.

Con El orfanato pasa como con esas anomalías de la memoria que llaman Deja vú: uno tiene la sensación de haberla visto anteriormente. Efectivamente, a pesar de los notables esfuerzos del director, la película nos remite constantemente a Los otros y a El sexto sentido (sobre todo por la madre histérica, el niño raro y la casa misteriosa).
Desde ese momento el espectador tiene dos opciones: o considerar El orfanato como mero ejercicio comercial o, por otro lado, valorar la impecable factura de su realización técnica. El primer camino nos conduce a la acumulación de una serie de tópicos del género: abuso de portazos, oscuridad, gritos. Es el problema de un género tan manido, donde hacer cosas nuevas es prácticamente imposible. Todos correctos, en fin, pero poco más.
Que sea la película española más taquillera en varios años nos indica varias cosas: que el espectador español no gusta de historias intimistas de hoy -el género que más abunda entre nuestros realizadores- y que las superproducciones nacionales (Alatriste, El laberinto del fauno) suelen triunfar.

Al comenzar el filme se observa a Matt Damon interpretando a un hombre casado y con un hijo. Entonces surge el porqué de su elección. ¿No podrían haber escogido a una persona de más edad? Al instante nos damos cuenta de que pocos actores pueden realizar el papel de un individuo desde la juventud hasta su madurez. Damon logra captar toda la esencia de este personaje silencioso, inteligente y comprometido. Se le da muy bien interpretar a esa clase de tipos enigmáticos como vimos en El talento de Mr. Ripley o la saga de Bourne.
De Niro, en su segunda película como director, narra la historia de la CIA basándose en un excepcional guión de Eric Roth. A pesar de la excesiva duración de la cinta, el director sabe de qué va el negocio. En la película hay de todo como en botica. Desde un interesante análisis de la guerra fría hasta los entresijos de la vida sentimental del protagonista (hacía mucho tiempo que Angelina Jolie no hacía una buena interpretación).
Pero lo más interesante es el alarde narrativo de De Niro, capaz de saltar constantemente en el tiempo sin que el hilo argumental pierda claridad (incluso la gana).

Los ingleses tratan su historia sin complejos y eso es admirable (se pueden equivocar pero hay que reconocer su valor). Sin embargo, en esta tierra nuestra escasea la valentía y sobran los complejos. Preferimos, por lo tanto, realizar películas que no puedan herir ciertas sensibilidades de moda. Alatriste, por ejemplo, es una excepción que camina en la dirección de valorar lo que fuimos -y por tanto lo que somos-, que es la empleada por los ingleses con Elizabeth.
Aquí los anglicanos de la bella Isabel I son los buenos y los católicos de la fea María Tudor los malos. Y punto. Una Inglaterra convulsa entre los partidarios de dos religiones: por una parte, María Tudor casada con su sobrino el futuro Felipe II (para ellos el integrista católico de la Leyenda Negra) como defensores del catolicismo; por otro lado, los herederos de la reforma anglicana de Enrique VIII.
En definitiva, una interesante recreación histórica (admirable fotografía y diseño de vestuario) protagonizada por una excepcional Cate Blanchett para el orgullo de una Inglaterra sin pudor.

Yo había escrito esto: El principal mérito de esta película es lograr que pasemos de espectadores a viajeros. Desde el primer instante nos encontramos a bordo de un barco, no frente a una pantalla. Y pretendía continuar el comentario en esa dirección pero recordé que alguien ya lo había dicho todo, y mejor:
http://www.capitanalatriste.com/escritor.html?s=patentescorso/pc_07dic03
Ya no hay más que añadir.

Aunque ligeramente extensa, Zodiac es una de las películas más notables de los últimos tiempos. Con un reparto soberbio, encabezado por Jake Gyllenhaall -protagonista de la aceptable pero sobrevalorada Brokeback Montain (sobrevalorada por un discurso políticamente correcto)- y un excepcional Downey Jr., David Fincher teje la reconstrucción de la serie de asesinatos que conmocionaron a la costa Oeste de Estados Unidos durante las décadas de los sesenta y setenta.
Zodiac no es Seven II, pues Fincher se centra más en los aspectos metodológicos de la investigación que en la minuciosa descripción de los asesinatos. Por otro lado, estéticamente impera el realismo, lejos de los juegos visuales de la cinta protagonizada por Freeman y Pitt (y aun más alejada de El club de la lucha).
Fincher podría -pero no quiere- darnos algo más. Hay que reconocer su honestidad -valor que parece desterrado de nuestra sociedad- en el rigor del relato por encima de posibles guiños hacia algo más espectacular y engañoso. Zodiac vuelve a elevar al irregular director, capaz de realizar obras tan heterogéneas que van desde la infame El club de la lucha hasta la sublime Seven.