La imagen más vista en las playas españolas este verano ha sido la de alguien sosteniendo un ejemplar de La verdad sobre el caso Harry Quebert (o un Kindle) en las manos. En efecto, éste es un libro para la playa, para cuando uno lee porque no tiene otra cosa mejor que hacer que ver pasar el tiempo y escuchar de fondo las olas del mar. Y es que este libro, como los veranos, tiene sus momentos tediosos y apasionantes, sus luces y sus sombras.  No dudo de la inteligencia del autor al utilizar ingredientes siempre efectivos como el romanticismo y el crimen para elaborar este metaliterario relato que, sin embargo, está lleno de altibajos. La complejidad estructural -uso de varios planos temporales, uso de varios planos narrativos- contrasta, por ejemplo, con lo inverosímil de la resolución de la trama por un joven escritor, capaz de ridiculizar a la policía. Además, el lento proceso del hallazgo de los culpables, plagado de giros (algunos tan desconcertantes como brillantes), acaba por ser cansino, resultando la extensión del libro desmesurada para lo que se puede contar sin ser capaz de aburrir, por momentos, al lector.  El verano llegaba a su fin pero el libro aún se resistía. Los referentes de Twin Peaks y de Hopper eran meros convencionalismos, y yo me preguntaba cómo alguien medianamente cuerdo había osado a comparar esta novela con Nabokov, con Roth (incluso con Larsson). Al fin lo terminé, cansado de un libro que no es más que un entretenimiento, cansado de un verano en el que esta novela quizás ha pagado los platos rotos.