Las relaciones sentimentales inevitablemente implican complejidad. El amor es lo más real y hermoso del mundo porque es inexplicable e irracional. Esa radical ansia de ciencia en la que está cayendo gran parte de la sociedad (y que acabaría, entre otras cosas, con la creación) es la antítesis de los sentimientos. Si cada ser humano es un mundo, aun más la combinación de dos personas; de dos universos. Y si las dos provienen de latitudes y longitudes tan diferentes, la historia es sumamente difícil -por no decir imposible-. Eso es precisamente lo que ocurre entre Clare y Henry. Por un lado, esta historia relata el amor como lo más cercano; por el otro, se nos introduce la ciencia ficción como un elemento narrativo de lo más real. El libro es honesto, no se esconde, porque desde el título nos resume y señala toda sus intenciones.
Uno de los principales aciertos es la forma en la que Audrey Niffenegger ha escogido abordar la narración. Una especie de diario en el que se nos detalla la época y las edades de cada protagonista, algo fundamental para seguir el hilo de la historia. La prosa es clara, utilizando el presente, lo que otorga una mayor sensación de realismo e inmediatez. Son abundantes las referencias musicales -puesto que Henry es un melómano empedernido- que, además, sirven para contextualizar en el tiempo la acción. Observamos las transformaciones de la música estadounidense, desde el punk hasta el grunge.
Los viajes en el tiempo han estado presentes en la literatura desde la obra del español, Enrique Gaspar, influenciado por las obras de Verne (aunque fue H. G. Wells quien los popularizó). Siempre recordaremos la excepcional trilogía Regreso al futuro de Zemeckis. Algunos queríamos ser como el travieso Marty McFly, con nuestras deportivas, nuestro monopatín y nuestros pantalones Levi´s Strauss, montados en el Delorean del chiflado y excepcional doctor Emmet Brown, mientras nuestra bonita novia nos esperaba en la hamaca del porche. (Por supuesto nosotros no teníamos ni un Delorean, ni una novia, ni una hamaca en el porche). En el fondo, como Henry y Marty McFly, todos viajamos en el tiempo, aunque sea hacia delante.




Mi guarida se construirá con los escombros de un edificio derrumbado
Pero lo pintaré de colores fosforescentes y pondré una música muy pero que muy pop
Me embriagaré del consumismo y me emborracharé con la superficialidad que despreciaba
Seré feliz o, al menos, Seré
Y cuando salga a la calle yA no me fijaré en las grietas de una ciudad decadente sino en los escaparates y en los maquillajes de los ojos de las chicas monas
Dejaré de leer poesías de desamor y de escuchar canciones de Quique González
Chic, cool, fashion, sofisticado. Un nuevo lenguaje
Un nuevo lugar en el mundo

Que El pianista es una de las mejores películas de este siglo, nadie lo duda. Alguien que posea un mínimo de sensibilidad no puede hacer otra cosa sino estremecerse con ese hombre sensible ante su terrible soledad y la barbarie del exterior. ¿Y qué? Hay cosas más allá del arte: la realidad, la verdad y la justicia, por ejemplo. Y escudarse en la genialidad de una persona para realizar un repugnante ejercicio de corporativismo es tan vomitivo como cruel con la víctima. Pero Roman Polanski debe ser alguien que se encuentra por encima del bien y del mal, y ser condenado -se declaró culpable- por haber violado a una niña de trece años no es suficiente para que los superiores miembros del lobi de los lobis, acepten las resoluciones judiciales, entre otras cosas, porque los delitos de pederastia en Estados Unidos y en Suiza no prescriben. De algunas personas me esperaba tal obscenidad; otros, a los que admiraba, me han causado una terrible decepción. Que se pongan en la piel de la víctima.

PD: afortunadamente -la humanidad todavía existe- me entero de que ese tipo honesto llamado Luc Besson ha declarado que está del lado de la justicia.
























La terciarización de la economía a mediados del siglo XX -que implicó la aparición de una numerosa clase media- condujo a la sustitución de las zonas fabriles en los extrarradios por oficinas en los CBD de las ciudades. El espacio de trabajo se convirtió en un entorno en el que predominaban los teléfonos, las moquetas y las viejas y enormes computadoras. Las relaciones personales, lógicamente, también sufrieron una gran transformación.
La aclamada serie británica Th Office trata de analizar de una manera irónica -como solamente los ingleses saben relatarlo- el comportamiento de un grupo de individuos durante sus horas de trabajo. La narración se acerca al documental y la cámara se mueve como si nos encontrásemos en un Gran Hermano del trabajo contemporáneo. Los protagonistas reflejan una realidad humana aceptable y creíble, donde la evidente exageración de los estereotipos nos conduce a una sonrisa más cercana a lo amargo que a lo puramente cómico.
A la espera de ver su versión estadounidense, podemos decir que The Office, a nuestro juicio, se sitúa en el más elevado escalafón de las series, compartiendo liderazgo con auténticos pesos pesados como Lost, Dexter o Hermanos de Sangre.
































A Follet siempre se le recordará por Los Pilares de la Tierra. Pero ése no es él. El mejor Follet -y el más criticado, también- es el de los espías. Pocos autores pueden construir tramas que encajan a la perfección y que consiguen el difícil objetivo de mantener una gran tensión durante toda la narración y no aburrir al lector (porque, a pesar de lo que muchos digan, ése debe ser el primer escalón a superar en toda obra de ficción).
Que Follet no haga alardes estéticos es algo que se debe respetar porque, algunas veces, la sencillez y el discurso directo es un ejercicio tan loable como otro.
La isla de las tormentas es una obra redonda. Un inteligente espía, un importante objetivo, una larga y tortuosa caza. Todo ello en el contexto del desembarco aliado en Francia durante la Segunda Guerra Mundial.
Absteniéndose de prejuicios estéticos e ínfulas sobrenaturales, seguro que nadie se aburrirá al leer al auténtico Follet, el de los espías.




























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Advertencia: Si no ha leído nunca a Murakami, abandone inmediatamente esta página, apague su ordenador y diríjase a la librería/biblioteca más cercana para hacerse con un ejemplar de este autor japonés.

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Tokio Blues es el retorno a una época clave en la vida de todo ser humano: el principio de la vida adulta (en este caso en un ambiente universitario). Tradicionalmente siempre se cree que la personalidad se configura en la adolescencia pero yo creo que esos años -cuando la legislación te considera mayor de edad- son fundamentales en toda persona. Murakami crea un mundo tan original como creíble mientras reflexiona sobre la vida, la muerte, el sexo o la depresión. El universo nipón se presenta ante nuestros ojos como esa compleja civilización en la que conviven las tradiciones orientales con la inevitable occidentalización. Es un libro hipnótico y, en algunos momentos, angustioso. En el aspecto formal Murakami emplea una prosa limpia y desprovista de barroquismo pero llena de referencias culturales, sobre todo musicales (de hecho el título original de la novela es Norwegian Wood, en honor a la canción de The Beatles. Nunca comprenderé por qué realizan esas modificaciones). Sus personajes y temáticas pueden ser repetitivos o estereotipados -aunque tal vez lo que realmente desprendan sea cotidianidad- pero cada línea posee una indudable fuerza literaria que nos impide dejar de leer.





















(Proyecto de Ledoux)

Parajes desiertos en la ciudad que me adormece
Mientras, diseño mi refugio
No
No hablaré más de ti porque no me quiero dañar

Al atardecer paseé por mi cercano pasado
Era casi tan verde como sus ojos


Pero ya soy otro
Pero ya no soy Tú, (que era lo que fui)


























Leo una noticia de Europa Press, recogida por 20 minutos, donde se señala que la OIE recomienda denominar gripe norteamericana (y no porcina) a la actual epidemia porque así se hizo con la española y con la asiática, debido a los orígenes geográficos. Corriendo el riesgo de ser reiterativos, ya dije que nada tuvo que ver España en el origen de la pandemia de 1918. Se nos atribuyó una especie de nueva leyenda negra porque, al permanecer aislados del conflicto bélico, nuestra prensa -cuando todavía había prensa- fue la que más se hizo eco del problema de salud mundial. El resto de países no podían permitirse una noticia así. Por eso lo de gripe española, nada que ver con los orígenes geográficos de la misma. Olé por los señores de la OIE, Europa Press y 20 minutos.

Observar un partido de la liga española de baloncesto cuando puedes disfrutar con otro de la NBA es un acto arriesgado. El único motivo que me lleva a estar a favor de la contemplación del nuestro frente al suyo es el puramente sentimental, pues todavía -no sé si por mucho tiempo- siento más cercano a Felipe Reyes que a Pau Gasol. Algo parecido me debería pasar con las series. Sin embargo, en éstas, al no existir el componente pasional que, sin duda, posee el deporte, las comparaciones resultan aún más odiosas. Quizá por eso prefiero ver a Jack en Lost que al inefable doctor Mateo (¿por qué no hablan con el acento del lugar donde se sitúa la acción?). Ha llegado un momento en que ya no me importa que el retrato de una isla misteriosa sea infinitamente menos cercano que el de un pueblecito asturiano. Me da lo mismo. Lo único que quiero es disfrutar frente a la pantalla.

Como si de la más conocida novela de Saramago se tratara, una letal epidemia, la gripe -esta vez porcina-, se extiende imparable entre México y Estados Unidos. Aunque sea controlada, más tarde o más temprano una pandemia -ésta u otra- afectará a todos los continentes.
En 1918, todavía en plena Primera Guerra Mundial, se produjo la conocida popularmente como Gripe Española. Aunque sus primeros casos se detectaron en Kansas (otros piensan que en Francia), se conoce como española porque nuestro país, que no participó en la contienda, fue en el que menos se censuró la noticia -tal vez un capítulo más de la Leyenda Negra-. En los otros, la guerra monopolizaba todas las informaciones. Si la Gran Guerra se caracterizó por algo más que su minuciosa planificación o la época de las trincheras, fue por su concepto global. A pesar de la creencia habitual de su exclusiva europeidad, lo cierto es que fue el primer conflicto mundial -global, se diría hoy-. Intervinieron treinta y dos estados y se combatió en África, el Pacífico o en las Malvinas. La extensión mundial del conflicto, gracias a los avances en los medios de transporte, condujo a la pandemia. Fallecieron, según estimaciones, entre 50 y 100 millones de personas, un cinco por ciento de la población mundial.
Ahora es el porcino, ayer el ave. Lo que está claro es que llegará.





Acabo de enterarme la noticia del fallecimiento de Antonio Pereira. Me he puesto a buscar, entre mis libros, su Cuentos del noroeste mágico. No lo encuentro. Hoy no podía ser de otra forma. Descanse en paz.




















Apenas veo cine. Las excepciones que me permito sirven para convencerme todavía más del ocaso del modelo tradicional. Los buenos guionistas ahora hacen series de televisión.
Todo comenzó -hace algunos años- con Lost. Primero leí a Stevensson y a Verne; más tarde a Wells. Islas, viajes en el tiempo.Ése era un camino destinado, sin saberlo, a ver Perdidos.
Como si se tratara de un sincretismo de la ficción del nuevo milenio, las aventuras de los supervivientes de un accidente aéreo nos transportan a una misteriosa isla en la que se descubre la verdadera condición humana. Eso es Perdidos: realidad sobre ficción. En la isla, el hombre se reencuentra con el hombre. Con su presente, con su pasado y con su futuro. No hay otra situación más real que ésa: ubicarnos en un universo fantástico donde todo es posible.


Que Will Smith ya no sólo era el príncipe de Bel-Air quedó demostrado cuando trabajó en las comerciales y aceptables Dos policías rebeldes, Independence Day y Men in Black. Lo que nadie podía imaginar es que aquel rapero graciosete se convertiría en uno de los actores mejor dotados de su generación, como quedó demostrado en Alí o En busca de la felicidad. Continuando esa ascendente línea, Siete almas consagra a Smith. Se trata de una película realizada para su lucimiento, que se regocija en el melodrama y carece de ritmo, pero que consigue lo que pretende, es decir, conmover y emocionar a un público necesitado de encontrar en el cine buenos guiones -como éste-, algo que parece hoy casi exclusivo de las series de televisión.















Mi página. Un homenaje a la película (a las tres películas, mejor dicho) más grande de todos los tiempos.

Ya que era una propuesta no profesional -mi primera inclusión en el mundo del diseño web, de ahí los errores de bulto que se pueden observar- podía dejar de lado las exigencias conceptuales para centrarme en determinados aspectos que me interesaban. Lo que pretendía realizar era una página que estéticamente nos remitiera de inmediato al concepto de cinematografía. La imitación del formato cinemascope, compuesto por dos grandes bandas negras, en la parte superior y en la inferior, trata de dar coherencia y unidad al conjunto. En ellas inserté dos sencillos menús CSS que permitieran una rápida navegación. Cromáticamente el blanco y el negro -colores por excelencia de la fotografía y del cine- dominan la casi totalidad de las páginas.
¿Errores? Muchos. En primer lugar, cuando se abre salta un flash, a todas luces excesivamente largo, en el que se debería haber incluido la posibilidad de saltarlo directamente. La pestaña de ese flash no tiene otro nombre que index cuando debería llamarse "El padrino".


La novela más madura de Reverte es una crítica -como gran parte de su obra- a la brutalidad del hombre. Una simple fotografía puede ser algo más allá que una imagen, por profunda y dura que sea, y puede desencadenar imprevisibles acontecimientos. Una vez más el autor recurre a ese héroe revertiano -que unas veces se llama Quart, otras Corso, otras Alatriste, hoy Faulques- que domina toda la narración y que reflexiona sobre la condición humana. Como siempre, de fondo, una excepcional documentación, esta vez sobre arte y fotografía, donde conviven Goya y Ucello con los recuerdos de las guerras más trascendentales de las últimas décadas.