retrasar el reloj,
adelantar el tiempo,
que regrese el futuro.




Mi idea era enlazar la lectura del primer y segundo libro de 1Q84 (que en España han sido editados en un solo volumen) con el tercero, a punto de publicarse. Sin embargo, confieso que he quedado exhausto de Murakami.
La obra posee un comienzo extraño, en el que cuesta ubicarse, pero pronto nos reconocemos y acomodamos en el universo de su autor. La obra, ya desde su título, con ese homenaje a Orwell combinado con la cultura japonesa (q y 9 en japonés son homófonos), es toda una declaración de intenciones. La estructura del relato se basa en la historia de dos personajes, Aomame y Tengo, inevitablemente condenadas a enlazarse en el Tokio de 1984. A medida que avanza la obra, se percibe la necesidad de que se produzca el encuentro entre esa monitora de gimnasia y ese profesor particular, nos damos cuenta de que ambos tienen en común algunas cosas y que guardan secretos sobre sus vidas. Tengo y Aomame son dos excepcionales personajes, muy bien retratados y los aspectos sombríos de su existencia, son los que provocan la necesidad de pasar páginas con avidez. Sin embargo, llega un momento en que la novela comienza a decaer. El autor prolonga demasiado el nudo de la obra y la minuciosidad de las descripciones en un conjunto de 700 páginas se contradicen con esa necesidad del ritmo que, sin duda, pide la historia. Obviamente Murakami no iba a modificar su brillante estilo personal, así que da la impresión de que no le importa lo que se diga de él. Porque no se debe dejar de lado que aún queda otra parte, la tercera, que visitaré cuando descanse de esta segunda.


La calidad del vídeo (algunas imágenes grabadas en Marruecos, creo) no es muy buena, pero me parece una fabulosa canción. Los acordes orientales -musulmanes, hindúes, budistas- se mezclan con ritmos electrónicos y son enfatizados por una la letra que consta de algunas partes excepcionales:

con la música a otra parte
donde cada instante pase a ser
una hora sagrada
con una canción inoportuna
que nos sirva de vacuna
mi son medicinal

Fascinante, también, es ese casi mantra que suelta Enrique Bunbury:


el pulso sin descanso


La página de indexmundi.com es una de mis favoritas. Entrar y comparar estadísticas me conduce al pasado, a una época de la niñez donde me podía pasar las horas mirando un Atlas. Conocer los países a través de la interpretación de sus datos. Aprender, en resumen.
El hombre siempre ha tenido esa necesidad de conocer lo que le rodea y la cartografía es una de las ciencias más asombrosas que la humanidad nos ha dejado. Ptolomeo, Al-Idrisi o Juan de la Cosa, son seres humanos extraordinarios, preocupados por resolver las dudas de la geografía terrestre, a través de sus excepcionales trabajos.
Actualmente, una de las divisiones más importantes de Google es la geográfica (Maps, Earth), lo que evidencia esa latente necesidad de comprender el mundo que le rodea al individuo. Indexmundi.com es la versión moderna de aquellos atlas con datos políticos, demográficos y económicos que comparan países y territorios. Comprender ciertas diferencias entre Canadá y Estados Unidos por su densidad de población, la sobrepoblación asiática, o las terribles tasas de desempleo de los países africanos. Algo que ya observaba de pequeño y que Internet revive.



susurrar la ilusión
no sé qué es peor
tal vez la nada



Recupero algo que escribí en otro blog:

Fue Edmund Burke quien, en A Philosophical Inquiry into the Origin of Our Ideas of the Sublime and Beautiful (“Una investigación filosófica sobre el origen de nuestras ideas de lo sublime y lo bello”), publicado en 1756, redefinió el concepto estético de lo sublime como algo categóricamente distinto a lo bello. Se trataba de algo más cercano a lo estremecedor. Se trataba de algo catártico, en el sentido aristotélico. Se trataba de algo cuyo perfecto ejemplo fueron las posteriores pinturas de Gaspar David Friedrich.
Si extrapolamos dicho concepto al fútbol (lo que no es, en absoluto, descabellado porque el deporte ya se ha convertido en un fenómeno cultural de masas, como el cine de Hollywood o los conciertos de música pop), podemos afirmar que lo suublime hoy es representado por aquellos equipos que se caracterizan por un juego rápido, de gran desgaste físico, muy efectivo e impactante.
Realizando un ejercicio de paragone, prefiero a Picasso que a Klimt, y a Goya que a Mengs. También me atrae más Uma Thurman que Claudia Schiffer. El placer estético, pues, se puede alcanzar por muchos caminos. Y el gusto es algo individual. De lo contrario, volveríamos a la imposición de la Academia francesa dirigida por Le Brun. Si regresáramos a la dictadura de lo que tiene o no tiene que gustar, quizá se deberían prohibir las heterodoxas películas de Tim Burton en favor el clasicismo de Garci.
Hoy en el fútbol parece que sólo existe un canon: el del toque. Da la impresión de que nos remontamos a la Atenas de Pericles, donde toda estatua humana, según dictaminó Polícleto, debía de tener la altura de siete cabezas. Sin dominio de la posesión no hay belleza, dicen los defensores de un modelo de juego barroco y preciosista. Para mí, sin embargo, hay tantas vías para agradar como tipos de concepción futbolística sean posibles. No me disgusta el equipo que se encierra en su área para defender: si consigue sus objetivos —Maquiavelo como referente—, es algo totalmente lícito. El entrenador portugués Jose Mourinho es el máximo exponente de una visión del fútbol cercana a lo sublime (en el lado opuesto se debería ubicar a Josep Guardiola). Los equipos del luso juegan explotando todas sus armas, derrochando energía, llegando a asfixiar a los enemigos. ¿Acaso no hay belleza en los castillos? ¿Acaso no es hermosa la ciudadela de Pamplona? Una defensa bien pertrechada puede producir un enorme placer estético al espectador. Al igual que nos puede agradar lo bello, lo puede hacer lo angustioso, como en el Grito de Munch o en las obras de Kafka. O la defensa del Inter o el contrataque del Chelsea.

Lo anterior fue escrito antes de que Mourinho entrenara al Real Madrid.