Recupero algo que escribí en otro blog:

Fue Edmund Burke quien, en A Philosophical Inquiry into the Origin of Our Ideas of the Sublime and Beautiful (“Una investigación filosófica sobre el origen de nuestras ideas de lo sublime y lo bello”), publicado en 1756, redefinió el concepto estético de lo sublime como algo categóricamente distinto a lo bello. Se trataba de algo más cercano a lo estremecedor. Se trataba de algo catártico, en el sentido aristotélico. Se trataba de algo cuyo perfecto ejemplo fueron las posteriores pinturas de Gaspar David Friedrich.
Si extrapolamos dicho concepto al fútbol (lo que no es, en absoluto, descabellado porque el deporte ya se ha convertido en un fenómeno cultural de masas, como el cine de Hollywood o los conciertos de música pop), podemos afirmar que lo suublime hoy es representado por aquellos equipos que se caracterizan por un juego rápido, de gran desgaste físico, muy efectivo e impactante.
Realizando un ejercicio de paragone, prefiero a Picasso que a Klimt, y a Goya que a Mengs. También me atrae más Uma Thurman que Claudia Schiffer. El placer estético, pues, se puede alcanzar por muchos caminos. Y el gusto es algo individual. De lo contrario, volveríamos a la imposición de la Academia francesa dirigida por Le Brun. Si regresáramos a la dictadura de lo que tiene o no tiene que gustar, quizá se deberían prohibir las heterodoxas películas de Tim Burton en favor el clasicismo de Garci.
Hoy en el fútbol parece que sólo existe un canon: el del toque. Da la impresión de que nos remontamos a la Atenas de Pericles, donde toda estatua humana, según dictaminó Polícleto, debía de tener la altura de siete cabezas. Sin dominio de la posesión no hay belleza, dicen los defensores de un modelo de juego barroco y preciosista. Para mí, sin embargo, hay tantas vías para agradar como tipos de concepción futbolística sean posibles. No me disgusta el equipo que se encierra en su área para defender: si consigue sus objetivos —Maquiavelo como referente—, es algo totalmente lícito. El entrenador portugués Jose Mourinho es el máximo exponente de una visión del fútbol cercana a lo sublime (en el lado opuesto se debería ubicar a Josep Guardiola). Los equipos del luso juegan explotando todas sus armas, derrochando energía, llegando a asfixiar a los enemigos. ¿Acaso no hay belleza en los castillos? ¿Acaso no es hermosa la ciudadela de Pamplona? Una defensa bien pertrechada puede producir un enorme placer estético al espectador. Al igual que nos puede agradar lo bello, lo puede hacer lo angustioso, como en el Grito de Munch o en las obras de Kafka. O la defensa del Inter o el contrataque del Chelsea.

Lo anterior fue escrito antes de que Mourinho entrenara al Real Madrid.