La prehistoria no es una época que pueda llevarse a la gran pantalla con facilidad. Se precisa, en primer lugar, una rigurosa investigación -el gran fallo de Annaud (brevemente comentado en el último párrafo)-, pero por otro lado, también se precisa un sólido argumento que evite el posible hartazgo. Parece complejo, por lo tanto, realizar una película en estas condiciones, más propicias a priori para un documental divulgativo que para una narración de ficción.
Sin embargo, En busca del fuego posee la tremenda virtud de lograr que el espectador se apropie de una historia poseedora de tal excepcional capacidad narrativa que no precisa del empleo de subtítulos. La película se convierte en la obra maestra -tal vez la única- del cine prehistórico.
Annaud, autor de la magistral adaptación de El nombre de la rosa, contó con la colaboración de Anthony Burgess para la construcción de un lenguaje coherente. Gracias a la película descubrimos -y así debería ser todo cine histórico: descubrimiento- la amistad (los cazadores acuden al rescate de su compañero), el paso de la instintiva sexualidad animal al amor, o el proceso de aprendizaje de nuevas técnicas.
Aunque existen una serie de graves errores científicos como ¡la convivencia de cuatro especies de homínidos!, incluso una ya inserta en el Neolítico - circunstancias imposibles tratándose de 80.000 años a. C.-, la cinta no debe dejarse de lado y ha de ser valorada, sin duda, positivamente.


Hasta hace pocos años las construcciones de Santiago Calatrava me fascinaban. Consideraba al valenciano como el creador de una sobresaliente estética personal. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, considero sus obras como meros ejercicios de megalomanía. Las razones de este cambio en mis consideraciones se basan en la evidencia. Tres ejemplos:
Uno. Cuando el viajero soporta el terrible frío de la terminal de autobuses de la estación de Oriente en Lisboa percibe que la excepcional calidad formal del espacio que le rodea ha dejado de tener importancia.
Dos. En otra de sus obras realiza un puente -el Zubi-zuri de Bilbao- con losetas de cristal donde prima lo puramente estético frente a lo funcional, provocando, de este modo, numerosas caídas de los ciudadanos al no tener en cuenta el contexto climático (en este caso una ciudad caracterizada por su elevada pluviometría). Por si fuera poco, las losetas se rompen al precio de 240 europeos la pieza.
Tres. Por último, en Oviedo, ha realizado un centro comercial en el solar del antiguo estadio Carlos Tartiere. Donde había un espacio de mediana altura -las gradas- y el campo, ha edificado una construcción desmesurada que llena todo el solar y que impide a los vecinos la visión del entorno.
En fin, Calatrava, una carrera descendente.

Cuando una buena película termina con un impresionante final se convierte en un filme imprescindible. Escasean culminaciones de este tipo en el cine español, pero no vamos a hablar de ello, ya que el espectador debe contemplarlo sin condicionantes previos.
La Flaqueza del bolchevique consiguió dos Goyas en el año 2004 -seguramente tan justos o injustos como la mayoría de los premios- a la adaptación de la novela de Lorenzo Silva y a la mejor actriz revelación. Y en el segundo premio reside una de las claves de la película: la sublime interpretación de María Valverde.
Cuando una chica de 15 añ0s realiza un debut de tamaño calibre, el espectador sólo puede quedarse pasmado ante tal ejercicio de calidad interpretativa. Una actuación impeclable donde el misterio, la sensualidad -descarado aire de lolita- y la credibilidad son las claves de su atractivo.
El otro protagonista es Luis Tosar, siempre correcto y convincente, pero esta vez eclipsado por la fuerza de la Valverde.
La película tiene ritmo, una historia sólida, bien construida, lo que revela a un director de talento: Manuel Martín Cuenca.
Sólo restaba que la banda sonora tuviera como protagonistas a Extremoduro...

Cuando uno lee a Auster, percibe la impresión de que está frente a un tipo que se encuentra en un peldaño superior al resto. El lector sabe con antelación que no le puede defraudar. Con un dominio absoluto de la técnica narrativa, el libro presenta esos juegos tan austerianos de la literatura dentro de la literatura, de las historias dentro de otras historias.
Homenajeando al cine mudo -que tan bien conoce Auster-, descubrimos la vida de un escritor, de un cineasta e, incluso, de un personaje de ficción, Martin Frost -llevado al cine por el propio Auster en lo que parece otra de sus complejas metahistorias.
Cuando el lector acaba el libro, con un sublime final, siente que Hector Mann es absolutamente real y necesita ver alguna de sus inteligentes películas como Don Nadie. Es percisamente en ese instante cuando se da cuenta de la magia de esta maravillosa novela donde la ilusión nos parece realidad.

Todo intento de aproximación cinematográfica a la historia de España debe ser valorada y desde esta página así lo haremos. Teresa, pues, recrea la vida de la famosa Santa de Ávila en el marco del Siglo de Oro español. (Un Siglo que, curiosamente, ocupan dos centurias marcadas por los postulados renacentistas y barrocos.)
La correcta recreación histórica, sin embargo, no debe dejar a un lado la narración de la biografía de un personaje que podría haber dado algo más de sí. La sobrevalorada Paz Vega cumple en el papel pero da la sensación de que interpreta más a una Carmen andaluza que a una santa castellana. En el reparto, entre otros, Leonor Watling, Eusebio Poncela, Geraldine Chaplin y uno de nuestros actores favoritos, Manuel Morón, completan un elenco de actores que consiguen ese aprobado general de la cinta.
Hay escenas que evidencian lo que Teresa pudo ser y no fue, como el homenaje al tridimensional Cristo de Mantegna, o las escenas de San Pedro de Alcántara. Si Lóriga hubiera intentado ser más valiente, Teresa resultaría una película sobresaliente. El problema es que el reto era excesivo para un buen escritor por lo que el director prefirió abordar la película de una forma convencional.

Inteligente historia sobre un recién licenciado en letras y la imposibilidad de acomodar sus estudios al complejo mercado laboral (una sociedad que valora lo técnico sobre lo humanista.)
A Stefano Accorsi -protagonista de la histórica portuguesa Capitanes de Abril- le acompañan tres personajes: la chica guapa, el amigo gracioso y la amiga exótica (india). Por todo ello, tal vez se pueden criticar los excesivos tópicos empleados que, sin embargo, siempre son superados por la inteligencia de la narración. El humor, más amargo que alegre, nos obliga a reflexionar acerca de las vicisitudes de unos personajes marcados por una triste normalidad. Tanto los efectivos recursos visuales como los interesantes diálogos no nos permiten caer en momento alguno en el tedio de una historia que, a priori, podía ser demasiado común.




El debut como director de Fernando León de Aranoa se materializó en este película, probablemente la más original de la última década en el cine español. La ópera prima del madrileño se mueve en el complejo filo existente entre la amargura y la sonrisa. Este singular recurso será empleado por León de Aranoa en sus posteriores trabajos, caracterizados por una mayor preocupación en problemáticas sociales. Temas como el desencanto, la nostalgia o la ironía serán constantes en futuros largometrajes del director.
Familia es: ritmo lento, pausa, reflexión, guión inteligente, crítica, sorpresa, película coral. Además de todo eso, lo más complicado en este proyecto era darle credibilidad. Y se logró gracias a la lúcida mirada del director y al espléndido trabajo de todos los actores del reparto (con Galiardo en plan crack.)


















La valoración del material supone una de las características más destacadas en la obra del escultor vasco. Madera, bronce, hormigón. Materiales rotundos, tradicionales y desafiantes al paso del tiempo.
En la serie de los Peines del viento (San Sebastián, 1977) el acero sufre la oxidación al contacto con la naturaleza. La vinculación entre obra y entorno se hace inseparable. A la yuxtaposición de texturas -piedra y acero-, se añade el diálogo entre el viento, el mar y la obra. La preocupación por el espacio -tanto interior como exterior- es otra constante. Un espacio que Chillida encadena con el tiempo. (Tiempo tal vez aprendido bajo los palos de la portería de la Real Sociedad...)

Se trata de una película bélica que explota al máximo las posibilidades del género al narrar una historia paralela. Acabada la Primera Guerra del Golfo, unos soldados tratan de buscar un tesoro en un bunker de Saddam Hussein. Tomando como base el denostado cine de aventuras, O. Rusell realiza una lúcida reflexión sobre la guerra combinando, de este modo, entretenimiento y mensaje. Los cuatro protagonistas (muy bien interpretados) representan al hombre, ser contradictorio, capaz de ser avaricioso y solidario al mismo tiempo.
Técnicamente la factura es notable, con algunas escenas sencillamente magistrales -destaco la del camión-, una narración original y creíble, donde la banda sonora juega un papel dinamizador.
En definitiva, Tres Reyes es una obra recomendable, tanto por el ameno espectáculo cinematográfico que nos ofrece, como por su capacidad para conmovernos.






























Una biografía novelada de un personaje fundamental en la historia española. El libro nos muestra al protagonista encerrado en un hotel de la Vichy pro-nazi. Azaña recuerda los días de la guerra, los sucesos de Casa Viejas o su exilio a través de los Pirineos, pero lo más interesante es el análisis de las relaciones con los grandes nombres de la República y, especialmente, su difícil trato con Negrín. Azaña critica al presidente del gobierno, el doctor Negrín, su obstinación en prolongar la contienda a la espera del estallido de la guerra mundial. El presidente del la República, más inteligente, ya es consciente de que Europa ha dejado abandonada a su causa; sin embargo Negrín, iluso, aun piensa en esos términos.
Carlos Rojas alterna, como el propio Azaña, la política, la literatura y el ensayo. Introduce, por ejemplo, pasajes de la España Invertebrada de Ortega en un libro con una excepcional prosa -como la del propio Azaña.
Sin embargo la novela, a medida que pasan las hojas, se hace excesivamente extensa, lo que nos remite a los Diarios de Azaña. Es entonces cuando surge la pregunta, ¿por qué leer la novela si tenemos los Diarios?

Carlos II es la evidente imagen de la penosa decadencia a la que llegó España a finales de siglo XVII. Resultado de la herencia de décadas de enrevesados enlaces familiares (sin ir más lejos, su madre, Mariana de Austria, era sobrina de su padre, Felipe IV), el último Austria fue un enfermo desde el mismo momento de su nacimiento.
Respecto a su físico, el embajador de Francia no pudo ser más explícito al comunicar a Luis XIV que "asusta de feo". Hasta los seis años parece que fue incapaz de andar. Padeció de bronquios, sarampión, varicela, rubeola, viruela o ataques epilépticos.
El Príncipe, al parecer,
por endeble y patiblando,
es hijo de contrabando,
pues no se puede tener
Respecto al ejercicio de su capacidad -o incapacidad- intelectual, parece que solamente pudo comenzar a leer a los diez años -jamás pudo hacerlo correctamente- y que mostró un absoluto desinterés por el estudio.
El rey era un obseso de los dulces y, sobre todo, del chocolate. Prefería acudir a las cocinas para preparar postres que a los Consejos.
Al contrario que con el embajador francés, no conocemos exactamente la expresión de su futura mujer, María Luisa de Orleans, al ver el retrato real de Coello pero tampoco parece descabellado afirmar una mueca de rechazo -ni siquiera causó efecto positivo el marco de brillantes del cuadro- . Sin embargo, el rey estaba muy ilusionado con el enlace.
A pesar de la buena disposición de la nueva reina -nobleza obliga...-, su virginidad continuó intacta.
Parid bella flor de lis,
que en aflicción tan extraña,
si parís, parís a España
si no parís, a París
Carlos tampoco era un prodigio en la actividad carnal: genitales pequeños, impotencia, eyaculación precoz. Su matrimonio le hizo pasar casi hacia un estado de vejez en tan sólo diez años.
La reina murió -fue obligada a tomar brebajes para favorecer la fertilidad, cuando todos sabían que el problema estaba en su cónyuge- y pronto se trató de buscar una sustituta para dar al soberano la tan deseada descendencia. Se encontró una ideal candidata en la persona de Mariana de Neoburgo. Parecía que una mujer cuyos padres habían tenido veintitrés hijos podría ser la esperanza para una dinastía sin herederos. Desgraciadamente, tampoco hubo fortuna.
Entonces se produjo uno de los acontecimientos más vergonzosos de la Historia hispana: el hechizo.
Hemos señalado que Carlos II es la personificación de la decadencia de un país en quiebra total. Un reino dominado por la corrupción, por la intriga palaciega, por la envidia o por la superstición. Nada de esto tenía que ver con la ciencia alquímica que floreció en Europa. (En España la alquimia estaba prohibida, a pesar de los intereses del propio Felipe II y del arquitecto Herrera.)
Fue el propio monarca el que propuso su sometimiento a un triste proceso por el que, supuestamente, el mismo diablo desvelaría las causas del encantamiento del monarca. El Convento de las Caldas de Tineo fue el lugar elegido en el que Satanás reveló la curiosa causa del hechizo del monarca: había sido envenenado al tomar una taza de chocolate que contenía entrañas, sesos y riñón de un ajusticiado para privarle de facultades mentales y procreadoras.
Evidentemente, la consecuencia -ilógica- de este indefinible escarnio llevó a los doctores, consejeros, inquisidores y demás inquina de la corte (reina incluida), a recetar al rey una pócima que nuevamente empeoró su lamentable salud: no podía pasar más de una hora fuera de cama, se le hinchaban los pies, las piernas, el vientre, la cara y, hasta la lengua, lo que le impedía comer. Tras un largo período de penurias durante dos años el rey falleció -le fueron contabilizadas en muy pocos días más de doscientas deposiciones.
Concluía así un largo período decadente, que no podía acabar de otra manera que con un rey decadente, un rey de "tragedia de Shakespeare", como señaló Pere Gimferrerer en su prólogo al libro del Duque de Maura.