Hasta hace pocos años las construcciones de Santiago Calatrava me fascinaban. Consideraba al valenciano como el creador de una sobresaliente estética personal. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, considero sus obras como meros ejercicios de megalomanía. Las razones de este cambio en mis consideraciones se basan en la evidencia. Tres ejemplos:
Uno. Cuando el viajero soporta el terrible frío de la terminal de autobuses de la estación de Oriente en Lisboa percibe que la excepcional calidad formal del espacio que le rodea ha dejado de tener importancia.
Dos. En otra de sus obras realiza un puente -el Zubi-zuri de Bilbao- con losetas de cristal donde prima lo puramente estético frente a lo funcional, provocando, de este modo, numerosas caídas de los ciudadanos al no tener en cuenta el contexto climático (en este caso una ciudad caracterizada por su elevada pluviometría). Por si fuera poco, las losetas se rompen al precio de 240 europeos la pieza.
Tres. Por último, en Oviedo, ha realizado un centro comercial en el solar del antiguo estadio Carlos Tartiere. Donde había un espacio de mediana altura -las gradas- y el campo, ha edificado una construcción desmesurada que llena todo el solar y que impide a los vecinos la visión del entorno.
En fin, Calatrava, una carrera descendente.