El Canal de Historia recrea en su serie sobre conquistas la vida de El Cid bajo la particular perspectiva norteamericana. El final, apoteósico, señala la caída de Valencia ante los enemigos paganos. Sí, paganos. Supongo que nunca oyeron hablar de lo de las Gentes del Libro.

Hace años me aprendí aquello de Para que yo me llame Ángel González. La cosa no salió del todo mal...
Junto con Gil de Biedma, el asturiano ha sido el poeta al que más he leído. Recuerdo aquel excepcional programa de la segunda cadena: Oviedo, León, Alburquerque. Ésta es mi tierra.

Posdata: si tenía mis dudas sobre Menéame, se me han quitado. Varios días después de la luctuosa noticia de su fallecimiento, no ha llegado a la portada. Así está el mundo virtual, aunque tal vez no sea tan mala noticia.

La pintura impresionista revolucionó el arte de finales de siglo diecinueve. La aparición de la fotografía -Niepce y Daguerre-, implicaba que la representación de la realidad ya no podría seguir por los caminos tradicionales. De ese modo, el crítico francés Castagnary definió en 1874 el cuadro Salida del sol de Monet no como paisaje sino como "impresión".
Partiendo del impresionismo, Georges Seurat trató de realizar una pintura científica. Charles Blanc en 1867 aseguró que el color, controlado por leyes físicas, podía ser enseñado como la música. En su Grande Jatte se evidencia que esto ya no es la impresión de la que habla Castagnary. Nada hay de la improvisación anterior. Sin embargo, el tremendo esfuerzo de Seurat -dos años tardó en hacer la obra- no condujo a la perfección deseada. Los personajes resultantes parecen simples recortes sin alma insertos en un paisaje desnaturalizado.
La temprana muerte de Seurat es la metáfora del evidente fracaso del puntillismo.

Un tema recurrente con personajes arquetípicos. A veces el camino más rápido hacia la excelencia es la sencillez. El horror nazi es observado desde la inocente perspectiva del hijo de un importante cargo alemán. Bruno tiene nueve años y vive feliz en su casa de cinco plantas de Berlín. Nada sabe del nazismo -a pesar de que Hitler y Eva Braun hayan cenado en su casa- ni de la guerra ni de los campos de concentración.
Si pretendemos analizar este libro desde la perspectiva de un adulto nos parecerá hueco y superficial porque el autor trata de situarnos en la piel de un niño. Cuando a su padre le encomiendan la misión de dirigir un campo de concentración, Bruno protesta porque él prefiere Berlín y no entiende cómo pueden haber abandonado su casa de cinco plantas por una de solamente dos. Tampoco sabe qué es exactamente lo que observa a través de su ventana: gentes delgadas con el mismo pijama de rayas. Incluso le gustaría estar allí porque tendría niños con los que jugar. A Bruno le gustaría ser explorador, como Colón, y en una de sus expediciones conoce a Shmuel, que vive al otro lado de la alambrada. Una amistad que unirá a un judío con un alemán.