Hace exactamente un año escribí esto en la Comunidad Twittera: El día que dejé de ser un niño. 

Exactamente hoy a las 13:25 hizo quince años que dejé de ser un niño. Por desgracia, no fue por culpa de una mujer (como yo había había imaginado, gracias a las engañosas enseñanzas de las series americanas) sino de una banda de malnacidos.
Aquel aciago veintidós de diciembre de 1995 nos dieron las vacaciones de Navidad. A priori, debían ser unas fiestas memorables. Con dieciséis años -en aquel ya extinto tercero de Bup-, crees que te vas a comer el mundo, piensas que esas fechas serán las últimas y opinas que debes exprimirlas a tope. Quizás simplemente deba de ser así.Como todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante, que diría Gil de Biedma.
En el recreo habíamos bebido champán y los curas nos dejaron salir antes de clase. Lógicamente, fuimos a celebrarlo; no nos había tocado la lotería pero ya éramos mayores. Hasta podíamos entrar en los pubs sin carné. Nos metimos en un pequeño y mítico bar con billar para continuar con aquella eterna mañana que prometía prolongarse hasta la noche.
Y, de repente, un ruido. Ese ruido. El Ruido. Y después, la incomprensión. Y más tarde, la indignación. Y el odio racional. El faulkneriano El Ruido y La Furia lo define a la perfección, pues la memoria es una zorra traicionera que miente; pero el dolor es real.
Supongo que entonces todos sentimos lo mismo: mis compañeros de partida de billar, la gente que se amontonaba en la plaza de la Estación de Matallana, aquellos que corrían calle de Renueva hacia arriba. Una bombona de butano, se rumoreaba. Llegamos a la confluencia entre las calles Ramón y Cajal y Renueva. Inmediatamente comprendimos que no, que aquello no era una bombona. Ante mis ojos, un Ford convertido en amasijo de hierros. Y, por desgracia, eso no era lo peor en de aquella escena dantesca. Ruido. Furia. Atentado. Asesinato. Puta mierda de vida. 

Hoy confieso por primera vez que, desde entonces, casi todos los años he vuelto a ese maldito lugar cada veintidós de diciembre. Miro a mi alrededor y ya no veo lo que mis ojos me muestran sino las escenas y los sentimientos de entonces, trasladándome a aquella mañana en que no sé si me hice un hombre, pero está claro que dejé de ser un niño.

Pd: yo sólo dejé de ser un niño, pero desgraciadamente, otros dejaron de ser hijos para convertirse en huérfanos.






















Hace aproximadamente un lustro descubrí al francés en La posibilidad de una isla y aquel encuentro concluyó con esa reconocible necesidad lectora de explorar más su obra que nos provocan los buenos autores. Recuerdo aquella novela como diferente, plagada de pasajes fascinantes que alternaban con otros tediosos. Pero no son más que recuerdos, así que no puedo afirmar rotundamente que la novela fuera así. Sin embargo, por esas cosas raras de la vida (aunque supongo que hablando de Houellebecq nada es casual), no me había tropezado de nuevo ante una novela del polémico escritor.
Aquí Houellebecq aborda demasiados temas como para dejarnos indiferentes. A medida que avanzan las páginas encontramos referencias a temáticas artísticas, a las relaciones personales o a la muerte. Lo mismo te habla del concepto de artesanía en William Morris (unas páginas gloriosas) que estudia las moscas o la relación entre la marca automovilística Mercedes y el bienestar, huyendo del canonicismo y lo políticamente correcto como de la peste y analizando la sociedad actual sin contemplaciones.
El protagonista, Jed, cargado de un desasosiego vital que asusta, nos conduce al planteamiento de demasiadas preguntas. A pesar de que ha triunfado profesionalmente (su padre también lo logró), y a pesar de que incluso ha pasado parte de su vida con una mujer bellísima e inteligente -la más guapa de París-, su recorrido vital es desalentador. Jed padece una discapacidad social que conduce a su aislamiento (no es una actitud bohemia sino su personalidad). Esto, desde su condición de artista, le permite contemplar la realidad del mundo de manera más objetiva.
Reconozco que llegué a un momento en el que percibí cierto agotamiento narrativo pero pronto se convirtió en un espejismo, resuelto mediante dos brillantes giros narrativos: las relaciones entre el ego y el alter ego del autor, así como la inesperada introducción de un género literario diferente, que provoca la ansiedad necesaria para desear conocer el final de la historia. Una historia completa.

 

Hoy no eres lo suficientemente cool si no estás a favor del libro electrónico. Algo similar a lo que sucede con el fútbol, donde si te declaras mourinhista pasas a formar parte de ese grupo de malditos herejes que se oponen a la ortodoxia reinante. La heterodoxia que supone amar al libro de toda la vida, ese que, además de leer, algunos olemos y tocamos -experiencia estética, más bien-, implica caer en el pecado mortal de lo retrógrado. Me gusta el libro como objeto. Como decía el otro día en el Twitter, jamás me dio por venerar a los discos de vinilo o a los cedés. En cuestiones musicales el formato siempre fue lo de menos para mí y, aunque haya supuesto una pérdida de la obra en favor de la canción, prefiero el formato digital. Tampoco me importa ver una película en el ordenador. Es más, lo prefiero al cine, ya que puedes pararlo y levantarte a mear o abrir la nevera y cortar unas rajas de salchichón. Sin embargo, me da miedo que desaparezca ese íntimo acto sensorial que sucede al leer una novela en papel.

Pd: igual me compro un Kindle.