Hace aproximadamente un lustro descubrí al francés en La posibilidad de una isla y aquel encuentro concluyó con esa reconocible necesidad lectora de explorar más su obra que nos provocan los buenos autores. Recuerdo aquella novela como diferente, plagada de pasajes fascinantes que alternaban con otros tediosos. Pero no son más que recuerdos, así que no puedo afirmar rotundamente que la novela fuera así. Sin embargo, por esas cosas raras de la vida (aunque supongo que hablando de Houellebecq nada es casual), no me había tropezado de nuevo ante una novela del polémico escritor.
Aquí Houellebecq aborda demasiados temas como para dejarnos indiferentes. A medida que avanzan las páginas encontramos referencias a temáticas artísticas, a las relaciones personales o a la muerte. Lo mismo te habla del concepto de artesanía en William Morris (unas páginas gloriosas) que estudia las moscas o la relación entre la marca automovilística Mercedes y el bienestar, huyendo del canonicismo y lo políticamente correcto como de la peste y analizando la sociedad actual sin contemplaciones.
El protagonista, Jed, cargado de un desasosiego vital que asusta, nos conduce al planteamiento de demasiadas preguntas. A pesar de que ha triunfado profesionalmente (su padre también lo logró), y a pesar de que incluso ha pasado parte de su vida con una mujer bellísima e inteligente -la más guapa de París-, su recorrido vital es desalentador. Jed padece una discapacidad social que conduce a su aislamiento (no es una actitud bohemia sino su personalidad). Esto, desde su condición de artista, le permite contemplar la realidad del mundo de manera más objetiva.
Reconozco que llegué a un momento en el que percibí cierto agotamiento narrativo pero pronto se convirtió en un espejismo, resuelto mediante dos brillantes giros narrativos: las relaciones entre el ego y el alter ego del autor, así como la inesperada introducción de un género literario diferente, que provoca la ansiedad necesaria para desear conocer el final de la historia. Una historia completa.