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Aunque suelo ser un tipo bastante puntual, una de las constantes de mi vida ha sido no llegar a determinados lugares cuando tendría que haber llegado (y es que no me estoy refiriendo a una cuestión estrictamente temporal). Hace algunos meses jugó el Real Madrid en Turín. Fue un martes del mes de noviembre, pero yo llegué un miércoles. No hubiera sido tan complicado adelantar un día el viaje, pero no lo hice. Durante el trayecto leí sobre fútbol y sobre Turín, leí a Pavese y a Enric González, a quienes nunca había leído. Quizás también los leí tarde, también a destiempo, porque vivir y leer a destiempo –si son cosas distintas– forman parte de mi destino. 
Turín está llena de barroco pero ninguno es bastante barroco, dice un personaje de Pavese, y esa Turín que retrata Pavese se aproxima a la que uno puede adivinar sin ser turinés. Paseando por sus grandes avenidas se intuyen esos característicos patios hacia los que la burguesía orientaba su vida, ya que Turín da la sensación de ser una ciudad de interiores. Tal vez porque en esos interiores uno está a resguardo de la niebla. 
Turín es la ciudad de Guarini y de Juvarra, aunque yo me quedé sin ver las cúpulas de Guarini, que son tan barrocas que parecen hispanoislámicas –recordamos que Turín está llena de barroco, pero ninguno es bastante barroco–. La cúpula que pude ver, en cambio, fue la de Superga de Juvarra, aunque por culpa de la niebla no pude ver la ciudad desde la colina. Algunos Saboya, en cambio, sí que pudieron ver la ciudad desde la colina, aunque asediada por españoles y franceses, y por eso prometieron elevar la basílica en el caso de victoria. Ésta tiene algo de Miguel Ángel en San Pedro y del Panteón, que es donde luego enterrarían al Saboya más ilustre, Víctor Manuel II, que tiene a casi todos sus antepasados enterrados en Superga. 
 Aunque leí tarde a Enric González, fue lo suficientemente pronto como para llegar al capítulo de la tragedia del Torino, del que yo había escuchado o leído algo, pero con la suficiente lejanía como para no comprenderlo en su magnitud. Un avión se estrella contra la colina de Superga, donde fallecen casi todos los jugadores del equipo más destacado del momento. La gente les continúa llevando bufandas y flores y uno no puede hacer otra cosa que convertirse a ese club. Cuando un par de días más tarde visité la tienda de la Juventus, sentí unas irrefrenables ganas de comprarme una camiseta de Pirlo, pero me acabé resistiendo. Siendo sincero debería admitir que fue por esa inherente resistencia mía a comprar, pero también quiero pensar que fue un poco por haberme convertido al Torino.
Turín está lleno de barroco, pero ninguno es lo suficiente barroco, por lo que si mezclásemos a Borromini con el mudéjar, probablemente nos saldría algo parecido a lo que hace Guarino Guarini en el Palacio Carignano. Éste se encuentra junto a la Academia de las Ciencias, también de Guarini –aunque menos mudéjar y menos de Borromini– y que actualmente alberga el mejor conjunto artístico de la ciudad. Enric González escribió que la primera pieza de la colección egipcia de los Saboya fue la estatua de Ramsés II que llegó a Turín en 1759. En realidad la primera pieza de la colección egipcia fue la Tabla Isiaca –una pieza romana egiptizada–, que llegó en 1630 bajo el reinado de Carlos Manuel I (pieza de la que, por cierto, existe una excepcional tesis doctoral realizada por Amparo Arroyo de la Fuente). La estatua sobrecoge por sí misma pero también por la escenografía desarrollada a su alrededor, que es de lo que escribía Enric González en su artículo. 
 No recuerdo que Enric González utilizara ese artículo en sus Historias del Calcio, aunque hubiera podido comparar sin problemas a Pirlo con Ramsés II. Tampoco recuerdo que Pavese hablara del museo, pero sí recuerdo que nada más regresar a León comencé a escribir un relato sobre Turín, en el que un trabajador del Estadio Olímpico, tras múltiples carambolas, acababa siendo acusado del robo de una pieza del museo. Parte de la rocambolesca historia se desarrollaba en el propio museo, pero también en otros espacios de la ciudad, como la vía Po que retrataba Pavese o la colina de Superga. Por aquel relato también desfilaban, además de aquel trabajador del Estadio Olímpico, Pirlo o algún Saboya, que terminaban por verse envueltos en una surrealista trama. Como es de suponer, el relato se quedó a medias, pero no hizo otra cosa que avivar mi interés por esa ciudad; una ciudad a la que llegué a destiempo, pero a la que, por fortuna, llegué.