Se dispone uno a desayunar y en el ínterin transcurrido entre la explosión del vapor de la cafetera y la introducción de la magdalena en el café descubre que la ciudadanía ha adquirido un nuevo derecho: el de ver por la tele a los políticos hablando en los bares cutres. Es lo que he leído en Twitter a un tipo que, al parecer, compara lo que vimos ayer en el programa de Jordi Evolé con la educación o con la sanidad pública. Yo, que hasta preferí ver a Bustamante y a Calleja en Noruega, y que cuando puse lo de Iglesias versus Rivera no aguanté más de quince minutos, ahora me siento fatal. Sobre todo, porque me parece grotesco que se traslade la política a un bar cutre. Y no por el hecho de ensuciar la política en un bar cutre, sino, por supuesto, por el hecho de ensuciar los bares cutres con algo como la política. Los bares, esos lugares tan gratos para conversar, como decía Jaime Urrutia, han sido hasta ahora un oasis. En los bares cutres hemos sido tan felices que sólo faltaba que vinieran ciertos políticos con su café con leche de atrezzo a debatir y nos impidiesen tomarnos las mahous tranquilos. En resumidas cuentas, se trata de que cada uno se dedique a lo suyo: que los políticos se dejen de tanta tele y de tanto bar y se dediquen a la política (que no se hace ni en la tele ni en los bares), y que los bares se dediquen a todo menos a la política, es decir, a nosotros.