Existirán pocas cosas más bellas en la vida que contemplar la lluvia de estrellas durante una noche de agosto. Yo recuerdo especialmente la de hace algunos años -muchos ya- pero ésa es otra historia, otro relato, incluso otra vida. Y, en efecto, el relato de toda una vida durante una noche es lo que nos cuenta Julio Lamazares en Las lágrimas de San Lorenzo.
El leonés regresa por la puerta grande a esa senda melancólica -todo leonés es por naturaleza un ser melancólico- que magistralmente recreó en La lluvia amarilla. Y es que creo que estamos ante el mejor Julio Llamazares desde entonces. Si aquel anciano de Ainelle era un tipo aferrado a su terruño, ahora nos encontramos con un padre que ha deambulado por toda Europa sin echar raíces en ningún lugar. Pero en ambos casos, en apariencia tan lejanos, se habla de lo mismo: el tiempo (tema recurrente de su obra, por otra parte. Todo es tan lento como el pasar de un buey sobre la nieve, dice en su primer poemario).
En estos días de ficciones dominadas por estilos descafeinados y asépticos, de tramas enrevesadamente absurdas (sí, sigo traumatizado por La verdad sobre el caso Harry Quebert) , se agradece el reencuentro con el escritor nacido en Vegamián, un oasis para disfrutar del ritmo sosegado y profundo, de la acción domada por la memoria.  En definitiva, lo que se agradece es el reencuentro con la literatura en estado puro. Literatura de la que uno siente parte cuando va a Olleros de Sabero tras leer Escenas de cine mudo o a Vegas del Condado -así lo ha reconocido el autor- tras leer este maravilloso libro.