A lo desconocido uno siempre se enfrenta con ciertas reservas y, cuando alcanza lo inhóspito, debe tomar las precauciones necesarias. Por este motivo, nada hay más peligroso que lo limítrofe, pues es en la frontera donde reinan las amenazas. 
Una vez dicho esto, podría parecer descabellada la idea de unir a Ghirlandaio con Hergé, pero nada más lejos de una realidad cuyo resultado es el que tenemos ante nosotros: una atmósfera entre lo real y lo onírico que provoca una sensación inquietante. Si se pudiera fusionar el Renacimiento con un cómic, o una ilustración infantil con el Surrealismo, seguramente nos saldría un López Herrera. 
En su particular universo los personajes de este pintor aparecen provistos de una gran carga enigmática, a veces a medio camino entre lo caricaturesco y lo irónico, otras entre lo reflexivo y lo amable. En algunas ocasiones estos individuos habitan espacios tan atractivos para la narración como una estación de tren o un faro, tamizados por tonalidades apagadas que refuerzan el halo misterioso de la obra. De vez en cuando estos seres conviven con un personalísimo catálogo de objetos. Sobresalen, en este sentido, una serie de originales tablas que nos trasladan a la niñez, donde el asunto tratado desborda -pleno de imaginación- el marco espacial previamente fijado, como si se tratara de una metáfora de la infancia (y de los primeros dibujos de la infancia).
Quizás pudiéramos creer que tanta heterogeneidad en las fuentes nos conducirían a un inconexo batiburrillo formal. Sin embargo, existe una coherente unidad estética donde un reconocible y delicado dibujo predomina sobre el color. Lo más probable sea que el complejo mundo de López Herrera se trate simplemente de la extrapolación de nuestro complejo mundo, un mundo limítrofe y fronterizo donde cada día dialogan Giovanna Tornabuoni y Tintín (a veces hasta con Picasso).