Por un lado tenemos a los turistas, sujetos, cuyo paradigma hispano suele ser el jubilado, con una formación intelectual media. Por otra parte se halla el objeto, el monumento, necesitado de comprensión, de textos y de contextos, pero que se encuentra más a merced de unas explicaciones de leyendas y mitos que de su idiosincrasia.

El Dr. Senabre López, aún reconociendo lo que de provocadoras pudieran tener sus preguntas, ya puso la picota al asunto en un artículo de 2007:

¿Por qué consideramos culto el hecho, sin más, de viajar visitando series interminables de lugares y monumentos? ¿No falta en ese a priori un elemento esencial? ¿No sería mejor empezar analizando cuál es el nivel de formación educativa, de aprendizaje y reflexión, de poso de cada uno cuando  viaja?  ¿La humanidad  que  viaja  y  consume  aquello  que  se  define  como «turismo cultural» es más culta después? ¿Dónde queda relegado el significado de Cultura? ¿Con qué pretensiones?



Probablemente hoy Ortega dedicaría un capítulo al respecto de las masas en turismo (aún no habían aparecido):

El hombre masa es el señorito satisfecho, el niño mimado de la historia y como tal no la respeta. Confunde libertad con libertinaje (...)

He ahí el problema del turismo cultural, que realmente se ha convertido también, como el otro (como del que escapaba), en un turismo de masas; o mejor: en un turismo cultural de masas. Y la masa no entiende de textos ni de contextos. La masa, en cambio, se alimenta en la superficie, aunque -debemos reconocerlo también- mejor eso que morir de hambre.

Combinar turismo, cultura y masa: el gran reto; la solución: calidad.