Hace cinco años que tengo el ordenador desde donde escribo y que me conecté a la red de redes por primera vez. Desde entonces mis conocimientos sobre su mundo se han multiplicado. Reconozco, sin complejos, que desconocía hasta la función de copiar y pegar. Era un analfabeto tecnológico, un ser que se encontraba al margen de la sociedad. Prefería leer a Ángel González (espero que no suene demasiado pedante). Pero en pocas semanas desde la compra de aquel artefacto, conseguí lo básico para sobrevivir en la nueva jungla digital. Y, pese a mis evidentes temores, me costó menos de lo esperado.
Tuvo que ser en el extranjero donde asistí a una asignatura en la que se ponía en relación los conocimientos humanísticos adquiridos con anterioridad con las nuevas tecnologías. Pese a mi inexperiencia y a las dificultades logísticas -allí no disponía de ordenador propio y tenía que apañarme para realizar los trabajos en equipos públicos- el esfuerzo dio sus frutos y obtuve una nota equivalente al sobresaliente español (el profesor era de la carrera de informática; no de letras). En un año los progresos realizados habían sido asombrosos para alguien como yo.
Hoy me defiendo. Conozco el funcionamiento de los principales programas, leo artículos y páginas más o menos especializadas.
¿Pero y al revés? Hoy es fácil poner un fondo nuevo a un blog, crear una base de datos, adjuntar una foto, incluso programar el "hola mundo" pero, extrapolando los conocimientos básicos tecnológicos a las humanidades, podríamos dudar que los tecnólogos sepan quién es Platón y qué es una Monarquia Autoritaria o lo sublime. Hay, pues, algo que va mal.